Resulta más difícil hacer (buena) comedia, del mismo modo que resulta más puñetero escribir crítica sobre comedias. El antifaz de la risa engaña, como un pase de Laudrup o una asistencia de Magic Johnson. Porque, despojada de la gravedad tantas veces autoconsciente del drama, la comedia solvente ensaya el mundo y afila sus aristas sociales y políticas mientras cabalga con trote risueño y burlón.
No es casualidad que En el nombre de la rosa toda la escabechina proviniera de un intento por esconder un tratado de Aristóteles sobre la comedia. Porque la risa puede resultar muy subversiva. De hecho, los bufones son los primeros que pasan por el cuchillo en los regímenes totalitarios. ¿Alguien sabe de humoristas célebres cubanos, nazis, soviéticos? Yo no. La risa, a pesar del corsé impuesto por la estomagante corrección política contemporánea, es uno de los mejores antídotos contra el fanatismo.
¿Toda esta melopea sociopolítica para hablar de Pawnee, Indiana? That’s right. Porque Parks and Recreation no es una de las mejores comedias de la última década simplemente (¡y se me va a descarrilar el adverbio!) por su ejemplar equilibrio entre corazón y carcajada, por su sentido del ritmo, por la artillería pesada de sus personajes recurrentes (Jean Ralphio forever!), por la calidad actoral de su elenco, por su facilidad para bordear el cliché sin pisarlo, por su inventiva lingüística para fiestas y celebraciones, por su encanto localista, por sus gags antológicos, por su mimo por la continuidad de la trama de fondo…
Toda la enumeración de ese “simplemente” ya bastaría para evidenciar la grandeza de Parks and Recreation. Su solidez. El cariño casi filial hacia los personajes. Un capazo de episodios realmente memorables, para revisitar una y mil veces por su ritmo y su descojone. Pero hay algo más. Parks and Rec es una serie política. Sí. Política. Detrás de su corteza bufa y su aparente ingenuidad, la sitcom de Michael Schur y Greg Daniels apuesta por una visión de la sociedad y de las instituciones. Una visión que en España denominaríamos socialdemócrata clásica (¿en USA liberal progressive?). De forma complementaria al idealismo que se respiraba tras The West Wing, Parks and Recreation alienta el buen hacer de la burocracia, la bondad del funcionario, la eficacia de los contrapesos cuando truhanes y oportunistas tratan de hacerse con el cotarro de los recursos sociales.
Y allí, como centinela implacable, la quijotesca Leslie Knope (y su fiel Sancho Panza, Ben Wyatt). Precisamente por ella funciona el engranaje ideológico sin necesidad de reclamar el asentimiento tribal. La postura política de Parks and Rec, aunque está definida (quizá no de forma tan diáfana como explica este ensayo), no agobia al espectador. No le obliga a la identificación con unas ideas so pena de expulsión de la decencia democrática, como podía hacer, para que nos entendamos, aquel primer Sorkin periodista (*).
(*) Sí, lo sé, The Newsroom corrigió esas anteojeras en su segunda temporada. Como sabéis, no me da la vida para mucho, pero me encantaría poder despedir también una serie que ha sabido enmendar sus errores como pocas.
Al contrario, Parks and Rec saca petróleo cómico de la confrontación de ideas (no en vano, Ron Swanson es un liberal de tomo y lomo, hasta el punto de que la sola mención de la palabra “estado” le produce urticaria), pero siempre enmascarando cualquier atisbo ideológico bajo el paraguas de una trama chispeante y estirada hasta el absurdo. Knope y sus ideas vencen por derribo, por aburrimiento del contrario, por obstinación, por entusiasmo e implicación de la comunidad… pero nunca por superioridad moral o enfado dogmático.
¿Y esta mandanga sociopolítica es relevante para el éxito crítico de la serie? Sí, sin duda. Porque ahí es donde Parks and Rec se distancia de sus competidores. Community se desparramaba por la vanguardia estética, Veep descojona por su sátira a martillazos entre la vergüenza ajena y la eficacia narrativa, Louie por su personalísima condición de payaso triste… Lo entrañable y lo político son las dos caras de una misma moneda que hacen de Parks and Rec una sitcom grandiosa, de esas capaz de jugar siempre en dos niveles sin que parezca que está disputando un partido.
Por eso es tan inolvidable un Ron Swanson, por ejemplo: porque su hilarante personaje es, al mismo tiempo, elogio y refutación del anarcocapitalismo más rumbero. Y por eso resulta tan adorable Leslie Knope: porque hace que hasta liberales abiertos, como quien escribe este blog, puedan dialogar sin problemas con las asunciones políticas que laten en el fondo de la trama.
Despedirse de las comedias, ya lo he escrito, resulta más difícil que hacerlo de los dramas, puesto que la conexión con el espectador nace de una cotidianidad casi familiar. La carcajada hace todo más cercano y, por tanto, más doloroso para dejar marchar.
En un entorno televisivo donde la clausura satisfactoria está convirtiéndose en el nuevo Moby Dick, Parks and Rec ha sabido contentar a sus fans sin traicionarse, como ya hizo Tina Fey con 30 Rock. Durante esta breve temporada (más aún al emitir dos capítulos conjuntos cada semana), la serie ha sacado a desfilar a todos y cada uno de sus actores invitados (incluso actores regulares que dijeron adiós hace tiempo, como Chris y Ann). Además, el salto de tres años que pegaban al final del año pasado ha servido para desarrollar uno de los vectores que la serie siempre ha dibujado bien: el avance narrativo, la evolución de los personajes, la complejidad de sus confidencias y complicidades personales.
Sus flashforwards a lo Six Feet Under capturan esa magia del adiós, donde cada personaje es una versión aún mejorada de lo que hemos amado de ellos durante años. Más maduros, pero con reminiscencias de las obsesiones que los hacían tan únicos y divertidos: brutal, por ejemplo, esa April Ludgate dando a luz maquillada de monstruo o ese Ron Swanson con una sonrisa de alegría incontenible remando hasta el atardecer (supongo que tras desayunarse todo el bacon con huevos de la zona).
Tuvo emoción, comedia física, guiños frikis, aroma nostálgico y unas gotitas de sana mala leche. La series finale condensa a la perfección el duende de Parks and Rec. Una serie que, durante siete temporadas, ha realizado comedia desde el amor a sus personajes (**), desde un pacto de lectura donde el happy ending no era una opción, sino una obligación, como todas las tareas que acometía la infatigable Leslie. Y donde la funcionaria más eficaz de Estados Unidos acaba liderando a la nación más poderosa del planeta. Hacia un mundo, obviamente, más feliz.
(**) Hasta Jerry/Larry/Gerry, el punching bag de los momentos más crueles de la serie, ha contado con momentos tiernos aquí y allá, además de la despedida más multitudinaria y sentida de todas. ¡El mismísimo POTUS andaba por el cementerio!
Quizá por eso Parks and Rec ha gozado de nulo éxito de audiencia por estos lares hispanos: demasiado inteligente, matizada y, sobre todo, entrañable para estos tiempos donde el eslogan, el linchamiento ideológico y el cinismo levantan bandera.
Hasta siempre, Pawnee. Gracias por todo, Leslie.
ram
Ninguna comedia me habia hecho llorar tanto como Parks and Rec, era felicidad total.
GreenMan
Jean y toda su familia forever, Don Nahum. ¿Qué esperaba de los vástagos de Fonzie? El trío Schwartz-Slate-Wrinkler es de lo mejor de la serie. Pura aristocracia cómicojudeoamericana.