En estos tiempos cínicos, maniqueos, sectarios y sentimentales, zurdeamos más hacia Arquíloco que hacia Antígona. El heroísmo se ha convertido en una cualidad sospechosa y la victoria en una peste sobre la que siempre revolotean mil moscas.
El igualitarismo mal entendido que nos azota ya solo permite -y no siempre- que las competiciones deportivas sean el único acontecimiento social donde la victoria apabullante es motivo de aplauso y admiración. En otros ámbitos, te zurran hasta en el cielo de la boca y solo cuando sales con los pies por delante se eleva un murmullo de popularidad, condecoraciones y palmadas en la espalda. Elijan cualquier contexto: Churchill perdió la reelección, Suárez fue vilipendiado hasta extinguir su memoria y Jaleed Asaad siempre supo que Occidente no se mancharía las manos, pero sí atestaría su mala conciencia con lágrimas y obituarios de tronío.
No se trata de rehuir el pragmatismo, imprescindible en cualquier marco democrático de convivencia, sino en no engañarnos al sustituirlo por la cobardía. Lo que hoy llamaríamos la dictadura del trending topic.
Juez Sand: La Justicia no tiene por qué ser popular.
Wasicsko: No, en efecto. Pero la política sí.
De todo esto trata, en el fondo, Show me a Hero, la estupenda miniserie de David Simon (HBO allá, Movistar Plus acá). Con ese perfume desencantado que ya exhala desde el título, con esa melancolía Fitzgerald que permea la vida de un tipo que se empeñó en pelear por lo que consideraba justo… pero no solo.
Como he contado otras veces, uno de los aspectos que más me fascinan de Estados Unidos es la vitalidad incansable de su sociedad civil, en todos los estratos y tendencias ideológicas. Tanto Simon en la escritura como un ágil Paul Haggis en la dirección (estupendas las votaciones en el ayuntamiento, reflejando el sofoco, la desorientación y la tensión física) saben captar el tumulto, la rabia, la movilización, el ardor de la calle. Con su atención periodística al detalle y su fidelidad al procedimiento, hay más política real en la cotidianidad de Show me a Hero que en los malabares mefistofélicos de House of Cards.
Decir que David Simon cultiva el relato político es, a estas alturas, tan obvio como afirmar que Hitchcock es el maestro del suspense. Un punto de partida sobre el que dibujar gradaciones. Pasemos, pues, el paño.
Quienes me leen saben de mi pasión por la política y las batallas ideológicas. Por eso, no puedo más que salivar sin freno al encontrarme otro tirón de orejas del cascarrabias de Baltimore. Show me a Hero. Yonkers. Años ochenta. Springsteen y los acordes de la decadencia del sueño americano. Y un aire de familia, un “estilo Simon”: coralidad en el reparto (*), naturalismo en la historia (**), sobriedad formal, ritmo pausado, secuencias musicales de clausura, la ciudad como preocupación, los problemas de la América negra y un mensaje ideológico de fondo.
(*) Sorprende lo poco aprovechada que queda Winona Ryder. Más allá del impresionante Oscar Isaac, todos los actores están inmensos, pero si tuviera que destacar optaría por el pérfido Alfred Molina haciendo de palillo Spallone y la portentosa LaTanya Richardson Jackson (esposa de Samuel L.) como Norma.
(**) Fascinante la contraposición final con las imágenes reales de los protagonistas. Aprovechen, además, para echarle un vistazo al último vídeo que inserta Lorenzo Mejino.
Casi resulta innecesario recordarlo, pero el mejor cine político no es el que hace gala de una mayor indignación moral ni el que telegrafía su tesis, anteponiéndola al relato. Al contrario. El mejor arte político es aquel capaz de reflejar la complejidad de un asunto… porque la sociedad, vaya por Dios, suele ser bastante enrevesada y el alma de los hombres rica en contradicciones.
Eso no quita para que un relato político solvente exhiba sus simpatías, por supuesto, pero lo que marca la diferencia es que no intenta jugar el partido con doce y el árbitro comprado: con unos buenos muy buenos que hacen todo por ideales y el bien común frente a unos malos muy malos que solo quieren llenarse los bolsillos de doblones… y además pegan a sus hijos y llevan bigotes y gafas oscuras.
Lejos de Simon esos maniqueísmos. Ahí está The Wire (y su árbol genealógico) para constatarlo: una crítica “sistémica” que, desde su honestidad, deja resquicios para la redención, la victoria y el progreso. Porque Simon no es un dogmático. Para que nos entendamos: un dogmático fue aquel primer Sorkin, quien se redimió con creces en las dos siguientes temporadas, por cierto.
Tampoco es ningún secreto la militancia izquierdista del gran David Simon. Sin llegar a los extremos “antisistema” de un Chomsky, sus posturas sobre temas sociopolíticos tan diversos como el multiculturalismo, las formas de resolver la desigualdad económica o el papel del Estado en las vidas de los ciudadanos calzan cómodamente en los zapatos de la socialdemocracia clásica -no posmoderna- europea. Esto es: desde una postura crítica -y enfadada- con el capitalismo reivindica la noción de comunidad y reniega del permanente Estado-niñera; ahí está ese fugaz e impagable Robert Mayhawk (Clarke Peters) para educar en las reglas del juego y dejar volar a los jugadores una vez iniciada la partida.
Aquí es donde el trasfondo político de Show me a Hero puede resultar más contradictorio: lo que el juez Leonard B. Sand impone en Yonkers -siguiendo las propuestas del arquitecto “amish” Oscar Newman– es una obra de ingeniería social, no solo urbanística. Aquí lo fácil es gritar “racista” y fumarse un puro. Pero la ingeniería social tiene muchos inconvenientes que conviene sopesar. Son precisamente los que discute el propio Oscar Newman una y otra vez durante la serie con los políticos y el juez: ¿Cuántas familias? ¿En qué emplazamientos? ¿Con o sin zonas comunes?
Y digo que resulta contradictorio -paradójico, si prefieren- porque parte de dos supuestos reñidos con el humanismo comunitario de izquierdas al que aludía dos párrafos más arriba: el primer supuesto es el de tratar a las personas como una suerte de ratas de laboratorio, con ese paternalismo que lleva escrito un “no-puedes-valerte-por-ti-mismo”. Y lo segundo es negar la individualidad para subsumirla en la bruma de la identidad colectiva. Son dos aspectos ante los que se me disparan las alarmas, puesto que si llevamos al extremo el experimento y jugamos al maniqueísmo ideológico topamos con un boomerang: Newman y el propio juez Sand (y toda la pléyade de políticos blancos) podrían ser acusados de racistas por elegir en lugar de unos colectivos a los que niegan la capacidad de decidir por sí mismos. “Estos pobres negros a los que hay que sacar de su desastre”.
Por suerte, el asunto es más complejo. Y aunque el propio Simon flirtee en algunos momentos con el simplismo del racismo como única causa (esos tipos que insultan desde el coche, esa acompañante de Mary Dorman que hace comentarios racistas sin imaginar que lo son), él mismo sabe apuntalar los matices: la visión de los los personajes latinos y negros es positiva y cariñosa, pero hay de todo, como en botica: desde una madre drogadicta hasta una abuela adorable, pasando por una adolescente tontaína que se empeña en dejarse embaucar por el “chico malo” del barrio. Apuntalando matices es donde también, por ejemplo, el estupendo personaje interpretado por Catherine Keener resplandece con toda su humanidad: de fiera opositora a amiga de patio.
Su arco de transformación es el más interesante junto con el del protagonista, un excepcional Oscar Isaac: ochentero, ingenuo, divertido, comprensivo, herido en su ego… Su Wasicsko es tan atractivo que la mayor crítica que puede hacerse a la serie es la falta de interés de algunos de las tramas secundarias, esas que ganan fuerza retrospectiva en el último capítulo, cuando comienzan a habitar las nuevas viviendas protegidas (Alma, Doreen, Billie y Norma).
(Espoilers del final a partir de aquí)
En el cierre es donde la tragedia del heroísmo toma cuerpo. Una victoria que solo se reconocerá tras la muerte. Un cordero sacrificial. Nick Wasicsko. Su suicidio, rodada con una japonesa elegancia por Haggis, llena de amargura al espectador, sobre todo tras contemplar la espiral autodestructiva y patosa en la que se había embarcado. Su emoción se multiplica no solo por la mirada perdida de Isaac y la cercanía de la tumba paterna, sino por la memoria que el espectador tiene de lo ocurrido minutos antes: Nick mendigando, puerta a puerta, un reconocimiento que ni siquiera los beneficiarios de su batalla le otorgan.
A pesar de la emoción, desde un punto de vista dramático me cuesta tragarme una medida tan radical para un tipo tan vitalista y peleón. Me chirría en la lógica interna del Wasicsko que hemos seguido durante 5 episodios. Aunque el alma humana tenga mucho de misterio, un suicidio hay que sembrarlo dramáticamente, puesto que antes de esa decisión habitualmente hay muchas alarmas que se disparan (alcoholismo, depresión, intentos fallidos). Aquí hay movimientos torpes, ego no saciado y una mala racha, pero nada que haga presagiar un salto al vacío.
Es un resbalón que ya tuvo la primera temporada de Treme. Entonces, un personaje gritaba: “¡Abandonó! ¡¡Abandonó!! Toda la puñetera ciudad de culo, todos nosotros. Y todavía estamos aquí, en pie, un día tras otro. No, no puedo bailar por él”.
Esa misma esquirla hace más puñetero el heroísmo de Wasicsko. ¡Abandonó! ¡¡Abandonó!! Y no solo eso. Escribía Andre Maurois: “En muchos casos encontramos móviles nobles y heroicos para actos que hemos cometido sin saber o sin querer”. Es lo que hace que Show me a Hero te deje un incómodo picor existencial. Porque es la historia de un hombre honesto que, simplemente, hizo lo que debía. Que venció. Y que, sin embargo, como Arquíloco, acabó tirando su escudo. Para siempre.
Un tipo admirable que, ay, no fue capaz de enfrentarse a su propio heroísmo… y decidió, entonces, escribir su propia tragedia.
Mikel
Todavía no he visto la serie (la tengo apuntadísima) pero como me ha gustado tanto el texto he vencido a la tentación cayendo en ella.
Es curioso porque partiendo de posiciones políticas bastante \”antagónicas\” (yo simpatizaría, por así decirlo, con las posturas de Chomsky) compartimos algunas sensibilidades (sobre todo fobias).
Tuve la enorme suerte de participar en el 15m, que para muchos de nosotros fue una especie de The Wire en vivo y en directo. Partiendo de posiciones ingenuas y simplificadoras, muchos nos encontramos ante la noción de \”complejidad\” y a las muchas microtragedias que se apilan en la realidad y se ocultan detrás de ella. Las microtragedias de seres tan brillantes y originales como destrozados por el sistema. Unas fuerzas creativas que habían esperado años en surgir de la mediocridad imperante.
Creíamos que había un \”malo\”, ese capitalismo salvaje que nos había birlado nuestro futuro, ese PPSOE (finalmente la democracia) completamente corrompido y vergonzante…y nuestro afán de desnudar una parte del entramado capitalista,nos descubrimos a nosotros mismos. Al agitar la estructura social, removimos también fuerzas interiores que nos obligaron a pararnos, recapacitar y comprender que el cambio personal tiene que preceder a cualquier cambio.
En medio de esto, quedó el descubrimiento de que la verdadera cara del sistema no la representan las corporaciones ni el neoliberalismo, sino algo tan arraigado como es la violencia, la violencia sobre los individuos, la violencia entre los individuos, a los colectivos y entre los colectivos. Y que esa violencia, procedente de la represión sistemática de las emociones humanas y de la libertad individual dentro de una comunidad de iguales, se lleva reproduciendo a sí misma desde hace siglos y que, cada intento ideológico-dogmático de superarla, acaba reproduciendola finalmente. La represión sobre el individuo, no solo la encontramos en la pérfida corporación capitalista y el (neo)liberalismo que, por mucho que digan, aplican un igualitarismo brutal con un maquillaje de \”realización individual\” en un orden mercantil totalitario; sino también en todo el entramado burocrático (el supuesto Estado del Bienestar) y esas fuerzas de izquierdas que, creyéndose vanguardia salvadora, se convierten en maquinarias capitalistas en el que beneficio monetario es sustituido por el beneficio político y en el que las intrigas palaciegas están a la orden del día.
El capitalismo no puede vivir sin corporaciones, pero tampoco sin el estado y las burocracias. Son las caras opuestas de la moneda, una moneda que nace de una brutal desposesión sobre las clases humildes (que vivían de la tierra, del producto de sus manos) y la destrucción de los resortes comunitarios que aseguraban una real convivencia entre iguales.
Habrá qué pensar alguna vez qué precio humano estamos pagando por el avance tecnológico y este \”bienestar\” conformado por guerras sistemáticas, locura y enajenación del individuo, desarraigo y sinsentido vital. Supongo que el prota de la serie, se daría cuenta de ello. Puedes ganar una batalla, pero la guerra no.
Jorge
Me ha encantado esta misierie, inclusive más que \”Treme\”.
Simon y Haggis hacen un gran equipo para retratar una historia sin desperdicio alguno, basada en hechos reales de los primeros años 90 pero que no podían estar más de actualidad.
Oscar Isaac está sublime, es admirable como se ha ido ganando en los últimos años el puesto entre los mejores actores de su generación. Espero que sea reconocido con algún premio.
Alex Medina R
Como siempre, en el clavo, Alberto.
De hecho, recuerdo que en aquel episodio de Tremé, comprobé al terminarlo si en la última clase que da se recoge alguna clave. Pero no, no deja de ser la habitual falta de interés de los alumnos hacia la pasión del profesor. Sin embargo, sí hay alguna pista más durante episodios previos: la eliminación del manuscrito y el exceso de ira que, en cierto momento, se desinfla en frustración y cansancio vital. Pero es verdad que es un personaje demasiado vitalista como para hacer lo que hace (quizá el problema sea que Goodman lo llevó demasiado a su terreno bonachón).
Aun así, creo que Simon se encuentra tanto en Treme como en Show me a hero con el mismo obstáculo y en ambos decide rodearlo en lugar de abordarlo. Ambos personajes suicidas están basados en personajes reales, con lo que no puede cambiar su destino (quizá en Treme sí podía, porque no se trataba de una plasmación específica de ninguna persona en particular, sino de una comunidad). Pero en ambas ocasiones orilla ese desenlace durante toda la narración previa. Quizá hubiera sido tan sencillo como rodar a Wasicko al volante, una noche de borrachera, saltándose un par de semáforos en rojo. No sé… a lo mejor hasta tienen escenas rodadas en ese sentido y lo han quitado a propósito.
Porque puede que Simon y Haggis no introdujeran nada porque realmente nadie se esperó en su momento que Wasicko se matase. Porque nadie se lo explicaba de alguien así, tan extrovertido y simpático. Porque la vida, a veces, no tiene razones.
Por otra parte, lo que sí hace grande a esta serie es que, realmente, Wasicko es un héroe a su pesar y a pesar de sus acciones. Porque a él no le importan los negros (de hecho, gana la alcaldía negándose a los pisos, luego cambia de opinión a la fuerza y solo se acuerda de ellos cuando quiere su aplauso) sino seguir en el poder a toda costa (aunque sea pisando las cabezas de sus amigos y de su propia mujer al final). Quizá en este punto, en ser un mal hombre pese a querer ser uno bueno, esté la clave (aunque muy velada): decepciona a su padre (o a la memoria de), tal y como le recuerda una furiosa Mary en un pleno al principio y él se plantea todo el tiempo al visitar constantemente la tumba. Y, finalmente, decide matarse cuando ni se reconoce en el espejo.
Es un héroe sin saberlo y sin querer pese a que era lo único que quería ser. Su muerte, de hecho, es lo que lo convirtió en héroe.