“No importa lo que pase a partir de ahora. Quiero decir, sí que importa. Por supuesto que importa. Pero nada podrá rectificar lo que ha ocurrido. No devolverá la vida a Hannah ni a mi padre… ni a mi hermano de 18 años” (Amantha, “All I’m Saying”, 4.8.).
Eso es todo lo que digo: que se puede soñar un paseo en Cadillac por Manhattan, circa 1965, desde las paredes de una celda del corredor de la muerte. All I’m Saying: que se puede imaginar un atardecer donde la felicidad se conjugue en presente, junto a una Madonna y su hijo. Así de simple: suturar las heridas para tomar las riendas de tu propia vida y saber que las segundas oportunidades existen. Aceptarte. Erigirte, por fin, en dueño de tu destino. Tan fácil… ¡y tan condenadamente difícil, Daniel!
Que el hombre es un misterio, uno lo empieza a comprender más tarde. Por fortuna, series como Rectify ayudan a descifrar el enigma, enhebrando un relato -tan dolorido como luminoso- sobre la culpa y la redención. Con aroma bíblica y sureño, à la Flannery O’Connor. Con cuatro temporadas soberbias, emocionantísimas, la delicada introspección de Ray McKinnon se despide cerrando el círculo. Sin sacarina. Sin moralina. Sin prisas, dibujando el tiempo entre los segundos.
No hay nada igual en en la teleficción actual. Como emblema de Sundance Channel, Rectify tenía la obligación de ser distinta. Lo cumple con nota: es poética, contemplativa, espiritual, flemática y densa. Retrata, ni más ni menos, que la zozobra de un hombre que intenta reconciliarse con el mundo y ausculta todos los latidos de la culpa. Y, a pesar del lastre de ese insoportable atrezzo moral y esa resplandeciente voluntad de estilo, la mayor virtud de Rectify es la autenticidad. La simplicidad. La honestidad. Mckinnon ahuyenta la mala leche contra el mundo esquivando cualquier comentario social, ese postureo del pelma comprometido, dejando que la historia hable por sí misma. Y, sobre todo, trata a sus criaturas con cariño, alumbrando todos sus recovecos, tratando de entenderlos.
Por eso le salen unos personajes tan apasionantes como contradictorios. Tan llenos de vida. Capaces de sangrar y de hacer reír, de penar fumados sobre una antena, de recriminarse las palabras que nunca fueron dichas o de bailar una despedida anticipada al son de Harry Nilson. Por eso nos resultan tan queridos y cercanos: nos sirven de humilde espejo. Porque, ¿quién no es contradictorio, quién no tiene sus filias, sus fobias, sus complejos, sus cicatrices? ¿Quién no ha conocido el dolor de una madre o ese amor que va amustiándose hasta secarse en silencios e implícitos?
Toda esta última temporada de Rectify ha permanecido fiel a sí misma. Sin ni un solo renuncio en la trama. Ha conducido con mimo cada una de sus historias hasta la última estación, que no es más que una nueva parada en el trayecto de la vida. Porque sí: la vida continúa. Por eso, el relato se parapeta tras un final abierto, pero la sensación de clausura es limpia y decidida. Lo más atropellado ha sido la resolución del misterio, apretado en los dos últimos capítulos. Demasiados errores de bulto hace 20 años. Pero, incluso ahí, la serie se regodea en la ambigüedad del qué pasará, con ese viscoso último alegato de Trey Willis y la vergüenza del estrangulador Chris ante su hija. No hay grandes respuestas, sino un punto y seguido. Life goes on.
Mucho más sutiles han resultado otras tramas. Janet y Ted Sr. por fin han afrontado, siempre con la tienda de llantas como catalizador y metáfora, la naturaleza y vigencia de su compromiso, de su amor, mediatizado ab aeterno por el factor Daniel (“Déjame ir, madre. Sé libre“). Aquellos silencios cosechados en el matrimonio durante años atruenan ahora. Por eso resulta tan hermoso asistir a la renovación de los votos en una bañera -la purificación del agua-, con esas caricias que gritan “gracias” (4.7.). Como reza el título del capítulo se trata de una “feliz descarga”, no solo por la venta de todos esos artículos de la buhardilla, sino por las paces que los personajes entablan con su propio pasado, con ese yo antes de que el planeta Daniel pusiera a todos a orbitar a su alrededor. Amantha -hermana coraje- siempre fue quien más peleó, hasta el punto de renunciar a todos sus sueños. Al final, su vida la ubica de nuevo en casa de sus padres, trabajando en el Thrifty-Town de Paulie, enamorándose de un viejo amigo del instituto. Se puede pensar que para ese viaje no hacían falta estas alforjas. Pero no: porque ella es otra que ha hecho las paces consigo mismo, que incluso acepta la sinuosidad de su hermano en esta deliciosa última conversación, donde salta de las cartas en prisión a John Lennon. Su vida dista de ser perfecta, pero está más cerca de eso que entendemos como felicidad.
Sin embargo, una vez más la emoción del dúo Tawney–Ted Jr. ha ganado por goleada. Resultaba conmovedor contemplar sus intentos por salvar su matrimonio del naufragio. Dos personajes paralizados, que han perdido las certezas básicas que sustentaban su vida. Es una genialidad -y el impresionante Clayne Crawford ayuda- convertir una petición de divorcio en un acto de generosidad y, sí, amor. Y ese llanto contenido cuando Ted Jr. le pide a su futura ex-esposa pasar algo de tiempo juntos antes de que se acabe todo definitivamente. Ay.
Pero, como decíamos arriba, Rectify es una serie luminosa. Que cree en sus personajes. El estúpido disparo de un borracho y deprimido Ted Jr. conlleva la catarsis. Al final, hasta él es capaz de charlar, sin rencor, con el tipo que provocó que su apacible existencia de barbacoa y provincias se fuera al traste; ¡incluso le guardará la cerámica y le mantendrá el hogar caliente! Tras haber sido cómplices de su impotencia emocional y su sufrimiento, los espectadores sabemos que ahora Ted será mejor persona. Él también se liberará de sus cargas y pagará por sus pecados. Pero también encontrará el camino de redención.
Probablemente también Tawney, a quien su marido quiere tanto que hasta le anima a despedirse de Daniel. Rectify ha logrado con Tawney abordar el asunto de la fe -tan presente en el mundo, tan poco presente en las ficciones- desde el respeto, sin caer ni de lejos en el sermón, pero reivindicando la naturaleza trascendente del hombre. Basta con regresar a esta conmovedora escena de Tawney con Mr. Zeke para saborear la infinita potencia de la religión en la serie: es otra forma más de reflexionar sobre la soledad, el compromiso, el origen y la esperanza.
Una esperanza que por fin gobierna la vida de Daniel. Ni vence a los villanos de la historia ni cabalga victorioso al atardecer. El atisbo de violencia más explícito es un enfado por el onanismo de un compañero de habitación y la mayor épica que se permite esta serie es la de ayudar a una embarazada ingenua y angelical a empaquetar sus cosas. Porque Rectify emite en otra longitud de onda: la de una larguísima confesión en primer plano rememorando el horror de una violación (4.7.), o la de un angustiado intercambio de miradas entre una madre y su hija (Amantha–Janet) o entre un padre y su hijo (Ted Jr.–Ted Sr.). La sutileza por encima del shock y la cocción a fuego lento antes que cualquier ebullición.
En estas coordenadas emocionales, familiares y morales Daniel Holden simplemente está vivo, en el más pleno sentido de la palabra. La terapia -¡qué momentazo el inicio del “Happy Unburdening”- le sirve para enfrentarse a sus demonios, el amor de Chloe le reconcilia con el sentido del futuro, sus amigos de New Canaan le confortan ante el espejo, y su familia, agrupada ante el televisor escuchando cómo se reabre el caso, confirma que siempre estará a su lado. Por fin, como le confiesa a Jon, empieza a sentir que él merece la pena. No, no come perdices. Qué va. Pero está vivo y dispuesto a pelear. Reconciliado consigo mismo.
Es, posiblemente, uno de los finales más felices que recuerdo en la serialidad contemporánea. Y, sin embargo, parece amargo. ¡Pero resulta luminoso como pocos! Pleno. Perfecto. La última hora de Rectify está atestada de conversaciones con aroma a despedida; de símbolos de cambio y esperanza, como la habitación de Chloe (tiene unas ventanas que estallan en color, frente a la opresiva blancura de su celda), la cena con Mr. Pickles y cía, o ese ridículamente divertido aumento de sueldo; de abrazos -como este de Jon y Amantha– que recuerdan todo lo que pudo ser y no fue; de perdones que atenúan el dolor, como el de Janet y la madre de Hannah; y de recuerdos espantosos que van digiriéndose para dejar espacio a las memorias alegres -¡oh, Kerwin!-.
“Mucha más gente ha tratado de ayudarme que de hacerme daño, Jon. Pero el daño simplemente parece que deja una marca más profunda” (Daniel, “All I’m Saying“). Ya no, Daniel. Las lágrimas se secan, las heridas cicatrizan y el sol siempre reaparece mientras haya fe y esperanza. Aquel pequeño universo que se hizo añicos tras el asesinato de Hannah Dean va reconstruyendo sus cimientos. Tras cuatro temporadas de lucha titánica contra ti mismo, regadas con secuencias memorables y lágrimas imposibles de contener, te ha llegado el momento de la victoria, Daniel Holden. De la redención. Para ti y para quienes te quieren. Quizá ese atardecer entre campos de trigo ya no tenga por qué ser solo un sueño, amigo, sino la antesala de un nuevo amanecer.
MJ
Intensa, sin estridencias y redonda. Una serie enorme, que casi ha pasado desapercibida.