, archivado en Mindhunter

Mindhunter Hueto

(Ilustración para el blog hecha por Javier Hueto)

“No soy más que un asesino extremadamente hábil” (Ed Kemper, 1.2.)

“¿Cómo te adelantas a los locos si no sabes cómo piensan?” (Bill Tench, 1.2.)

“Los psicópatas son extremadamente habilidosos en imitar emociones humanas. Así es como manipulan a otras personas o como ganan poder sobre su entorno” (Wendy Carr, 1.5.) 

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Existe una siniestra y viscosa fascinación por los asesinos en serie. Y no, no lo digo por el iluminado de Manson y las satánicas aristohippies que lo adulaban, entre orgías, marihuanas y, oh-lalá, eras de acuario. No. Hablo por los Dexter, Lecter, Bates, Doe y demás asesinos del zodíaco que han poblado la cultura popular contemporánea. El interés es biológico, de entomólogo: necesitamos saber por qué un hombre es capaz de un comportamiento tan atroz, salvaje e inhumano. Porque el asesino en serie no tiene atenuantes: su violencia es viciosa y premeditada, su fría reiteración carece de excusas. Ni una yema de conciencia. Los Bundy, Dahmer, Knowles y demás carniceros matan por pulsión, de la misma manera que los tigres cazan para alimentarse. Va en su naturaleza. Por eso son un puñetero misterio: porque desafían la lógica humana más elemental, la de la empatía. Wendy Carr explicita este más difícil todavía: “Los psicópatas están convencidos de que no tienen ningún problema; de ahí que estos hombres sean virtualmente imposibles de estudiar” (1.3.)

Y por eso también es lógica su abundancia en películas y series. A la tentación de explicar la banalidad del mal hay que sumar un chorrito de sensacionalismo visual, la ansiedad narrativa del gato y el ratón y, por qué no decirlo, la contradictoria atracción moral que proporciona un buen villano. ¡Que levante la mano quien nunca haya imitado un gesto enológico del primer Hannibal Lecter o haya sonreído desayunando con el segundo Dexter!

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El problema, como siempre ocurre en la lógica del éxito, es la hemorragia (perdón por el doble sentido) de imitadores. En televisión, el serial-killer es un arquetipo agotado. Las posibilidades de renovación llegaron de la mano de la grandiosa Hannibal, aquella propuesta que convertía cada asesinato en un manjar visual y empujaba los límites de la locura hasta una empatía líquida, en la que los espectadores compartíamos la zozobra de Will Graham. Si la novedad de Hannibal era sensorial, la de Mindhunter es científica. Porque, parafraseando el segundo acto de Hamlet, la serie de Netflix escarba en el método que esconde la locura homicida.

Así, los agentes Holden Ford y Bill Tench son una suerte de Rosencrantz y Guildenstern setenteros que van amigándose con los tarados más sanguinarios de América para averiguar los porqués de sus desequilibrios y el origen de su gula sanguinolenta. Aquí es donde Mindhunter se hace fuerte y desbarata el tópico… cabalgándolo desde su mismísimo origen. Porque el relato versa, precisamente, sobre el nacimiento del serial-killer (*). O, para ser más precisos, de la sistematización de su estudio y captura, que destripadores-Jack ha habido siempre. Ford y Tench lideran la emergente “Behavioral Science Unit“, un departamento del FBI encargado de lidiar con los Manson y demás jauría. La semilla real de la historia (este libro, estas fotos pareadas) influye en el compromiso académico del relato: se trata de explorar los porqués del alma enferma y sedienta de sangre. Ahí es donde entra la científica interpretada por Anna Torv, que aspira a pulir la metodología de la pareja de polis para, así, afinar mejor. Lejos de aplatanar la trama convirtiéndola en un tostón peer-review, la presencia de la Dra. Carr impone nuevos conflictos profesionales y, ejem, epistemológicos. No por casualidad, el último cuarto de la serie -el más vibrante- tiene como motor una negligencia de Ford, al seguir anteponiendo su intuición al método. La gracia, puñetera gracia, es que Ford tiene razón… pero no puede probarla sin el aval de los datos.

(*) Incluso la acuñación del término entra en escena, en el 1.9. Inicialmente se referían a estos asesinos como “sequence-killers”.

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Además, en un reflejo metarreferencial, Mindhunter pone el énfasis en el procedimiento, de modo que todo el relato actúa como comentario a las características y clichés de este subgénero criminal. Lo que le interesa a la serie es la investigación psicológica y el perfeccionamiento de la investigación policial; si hay método en vuestra locura, tendremos que habilitar un sistema para prevenirlo. Por eso, de manera inteligente y elegante, Mindhunter evita las imágenes gruesas: no hay matanzas espectaculares ni elegancia carismática en la performance criminal. A lo sumo, algunas fotografías fugaces que documentan la brutalidad. Es la misma perspectiva que alimenta los atmosféricos títulos de crédito: la minuciosidad del método (las imágenes de la grabadora) queda sincopada por llamaradas de horror subliminal (las fotografías). No es baladí que sea el magnetófono -y no el tacón de aguja- el símbolo de Mindhunter: hasta acaba convirtiéndose en el arma del crimen y en la obsesión de Ford

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Mindhunter, como la Zodiac de Fincher, se sale del carril genérico y aparca la gramática gore y la persecución de un megavillano. Por no haber, no hay ni asesinatos que resolver, puesto que, salvo en la season finale, todos los interrogatorios son para alumbrar el pasado, no para prevenir el futuro. Y, sin embargo, la serie es incómoda y perturbadora sin necesidad de recurrir a la doctrina del shock visual (pienso en ti, The Following, o en ti, Jigsaw). ¿Cómo lo consigue Mindhunter? Reivindicando la brillantez de una puesta en escena sin fuegos artificiales (**): es el minimalismo estético de una celda y la tensión in crescendo de una conversación donde el asesino se explaya con frialdad quirúrgica. La desazón está siempre punteada por la inquietante tenue melodía de Jason Hill, que va generando un estado de ánimo obsesivo con su ritornello machacón y disonante. La incomodidad del espectador es como un zumbido de abeja que cada vez suena más fuerte en nuestra cabeza.

(**) Sí, David Fincher se gusta en esta apetitosa secuencia de montaje al ritmo de Steve Miller Band, pero es la excepción a la regla. En general, todo es más gélido y calmado.

Pero es un zumbido que también ataca los nervios de los protagonistas hasta sacarles de sus casillas. Alumbrando la esfera íntima del trío es donde Mindhunter redondea su propuesta, haciéndole olvidar al espectador sus defectos como relato (***). El mal es infeccioso y uno necesita la valentía de un San Jorge para poder enfrentarse al dragón. Ya lo advertía Nietzsche: “Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”. El problema es que Holden Ford y Bill Tench desayunan cada día con dragones zumbados y el abismo va untando sus tostadas. Por eso resulta tan pírrica su victoria al desenmascarar al último fetichista, asesino de niñas. Ya han pagado un precio, como evidencia la dura, durísima, conversación de Tench con su esposa (“él no ha perdido la esperanza”, “Bueno, puede que yo sí”), donde se intuye que teme que su hijo pueda convertirse en uno de los asesinos en serie que él combate: un padre ausente, un niño que no habla, un pasado de orfanato, uf. ¿Aterra la amenaza cotidiana de la psicopatía, eh?

(***) Recapitulemos: un piloto denso y falto de punch; las escenas, habitualmente teasers, del futuro asesino al que rastrearán el año que viene; el misterio del gato de la lavandería, un intento simbólico por añadir complejidad al protagonista más unidimensional: y la traición postal del detective Gregg Smith.

Más explícito, sin duda, es el callejón sin salida en el que se ha metido Ford, desquiciado, paranoico y solo. ¿Y si su carácter obsesivo no es más que la otra cara de la moneda del monstruo? Se lo grita Tench, antes de su derrumbamiento tras la última visita al pérfido Kemper: “Si lo que estamos haciendo no te sacas de quicio, entonces es que estás más echado a perder lo que pensaba o te estás mintiendo a ti mismo”. Aquí, aunque prefiero la física actuación de Holt McCallany, más contenido y sutil, hay que reconocer que Jonathan Groff, algo blando a ratos, está estupendo cuanto más se acerca al precipicio, puesto que su delicadeza física siempre parece a punto de resquebrajarse.

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En la tragedia shakesperiana, Hamlet intercepta una carta de Claudio y ordena que sus amigos de infancia Rosencrantz y Guildenstern sean ejecutados. La corrupción ha infectado toda la corte de Dinamarca. La mentira, la locura y el crimen se multiplican. Ford y Tench están jugando con fuego y ya han empezado a sentir el calor de las brasas. Queda por saber si, como advertía Polonio, el mejor lugar del mal para esconderse es bajo la apariencia de virtud: “Cuantas veces con el semblante de la devoción y la apariencia de acciones piadosas engañamos al diablo mismo”. De momento, Holden Ford ya ha empezado a mentir y mentirse en su viaje al fondo de la locura.

3 Comentarios

  1. Flames

    Ya estaba esperando desde hace unas semanas un artículo tuyo sobre MINDHUNTER…. 😉

    Muy seria. La trama avanza lentamente pero sin aburrir. Una grata sorpresa de esta temporada y con ganas de ver las siguientes temporadas.

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  2. Dilia Parkinson

    Puede llegar a algo de culto o a un pufo, pero de momento merece la pena verla. Es cierto como dices que en televisión, el serial-killer es un arquetipo agotado pero es la psicología de sus tres protagonistas la que le da ese toque ciéntefico-intelectual. De lo mejor del 2017. Saludos!!

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