No es que Detroit 1-8-7 sea una mala serie. Qué va, resultaba entretenidilla. Su problema es que carecía de alma.
La semana pasada concluyó su primera y previsiblemente única temporada. Los datos de audiencia han ido en picado y los que saben de esto auguran que el policíaco cerrará la comisaría. Si es así, nadie la echará de menos. Pero contenía algún detalle interesante y, sobre todo, dio el carpetazo desplegando una subtrama de asesinato y chantaje con cierto potencial.
En general, las historias autoconclusivas han resultado sosicas, aunque las investigaciones entrecruzadas siempre dejaban algún guiño con intríngulis. En el último cuarto hasta enriquecieron el reparto con alumnos de The Wire como personajes invitados: Michael Kenneth Williams (Omar) se atribuía un crimen que no había cometido y JD Williams (Bodie) sorprendía con un agente infiltrado en las mafias.
Aún así, de continuo, lo más destacable de Detroit 1-8-7 ha sido la solidez del protagonista: el detective Louis Fitch, un tipo efectivo, algo polémico y atormentado sin caer en el malditismo de salón. Le ha dado vida Michael Imperioli, un actor con mucha presencia, de físico rotundo y mirada compleja, sabrosa en matices. Yo detestaba su personaje en Los Soprano y, sin embargo, reverenciaba su viscosa actuación. En Detroit 1-8-7 funcionan bien tanto el personaje como el actor. Además, los guionistas han ubicado en torno a él las pocas tramas prolongadas de la serie: su oscuro pasado en Nueva York, el desencaje con su hijo (interpretado por el verdadero hijo de Imperioli) y la previsible venganza del mafioso Al Stram (interpretado por el intenso Chibs de Sons of Anarchy).
Por ese flanco, Detroit 1-8-7 sí funciona, pero les ha fallado el paisaje y el paisanaje. Es una de las grandes diferencias con The Chicago Code, uno de los dos mejores policíacos de la actualidad: de los seis o siete personajes habituales, en Detroit 1-8-7 solo son realmente interesantes dos y medio (Fitch, la mitad italiana de Longford, la mitad patosa de Washington y la mitad romántica de Sanchez). Endeble para aguantar el peso del relato. Mientras, en la novedad de la FOX, hay dos caracteres fascinantes, tres interesantes y un par por descubrir. ¡Si es que son los personajes, estúpido!
Del otro gran policíaco en antena le diferencia el alma, la mirada. Southland, sobre todo en esta tercera temporada, ha higienizado el relato y definido unas coordenas morales donde se libran los conflictos internos de los personajes. La clave radicaba en mostrar también atisbos de las vidas íntimas de esos héroes de uniforme, detalles de su otro lado, el más humano. Sin embargo, Detroit 1-8-7 apenas ha recorrido esa senda de puertas adentro. Y lo necesitaba porque la parte policial, por sí misma, les ha salido más blanda y falta de fiereza. Solo hay que ver, por ejemplo, a la jefa de la comisaría: pura cuota, sin un atisbo de personalidad. Además, Southland exhibe una voluntad de estilo más decidida, mientras que en la serie de la ABC la pulsión documental del inicio ha acabado diluída para reflejar una ciudad de Detroit que, en fin, ni siquiera es tan fotogénica como otras metrópolis. Solo los sonidos de Motown aportaban algo de sabor.
El último episodio (“Blackout”) ha salido previsible, como siempre, pero al menos cierra la historia, tiene sus picos de emoción y hasta se marca un homenaje al final de El Padrino. Volvemos al inicio: Detroit 1-8-7 ha resultado entretenida pero, ¿por qué me queda la extraña sensación de que con estos mimbres se podía haber realizado una serie realmente potente? ¿Dónde quedó el alma de Detroit?
(Ah, vale, me susurran que es The Chicago Code el policíaco en abierto que hará saltar la banca…)
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Cortesías (¡Vaya tele! y el declive de Skins)
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