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Este artículo ha tenido mucha más repercusión de la que me esperaba. Por ejemplo: de repente, me llama mi cuñado Juanfry y me dice: “Oye, Alberto, que mi prima dice que salías en la Revista de Paradores“. En la boda de Javi y María, en Calahorra, lo mismo: varios de los asistentes venían leídos a la Iglesia, qué gustico. Y así unos cuantos, hasta mi madre, que es muy fan (de los Paradores, no de las series).

Si al final va a ser que al papel le queda muuucha vida…

Artículo publicado en Revista Paradores, nº 37, verano 2011, pp. 32-35.

Adicto a las series (Revista de Paradores)

ADICTO A LAS SERIES

Hace una década las series jugaban en segunda división. Hasta que, sin mucho ruido, el cine se coló en la pequeña pantalla. La revolución se venía fraguando desde mucho antes, con éxitos como Seinfeld o Expediente X, pero el gol por la escuadra lo marcó la HBO con Los Soprano (1999-2007). Los mafiosos de David Chase llegaron escoltados por las cabalgadas de la adictiva 24, la hiperrealista CSI o la inteligente El ala oeste. Tras esas joyas –y otras como Buffy, The Office o Carnivàle– la televisión comercial se puso a la altura del cine en el imaginario colectivo. Ya podía competir de tú a tú, conjugando una mirada de autor con el gusto comercial de los grandes públicos. Como en el Hollywood clásico.

Así, hoy pasean por la tele actores consagrados como Dustin Hoffmann (Luck) o Glenn Close (Daños y perjuicios), directores como Darabont (Los muertos vivientes) y productores como Scorsese (Boardwalk Empire). Es un círculo virtuoso: cada vez aterrizan más estrellas y talento porque los espectadores demandan más calidad.

Dejando de lado las polémicas en torno a las descargas, es innegable que parte de todo este éxito procede de internet. Paradójicamente, la televisión ya no tiene por qué verse en televisión. Ahí radica el gran salto: desmarcarse de la tiranía de las cadenas. Ahora el espectador puede descargar el último capítulo de la excepcional Breaking Bad en HD, rememorar los DVDs de Friends en la cama, con el ordenador, o, incluso, meter en su móvil las últimas carcajadas de Cómo conocí a vuestra madre o Misfits para hacer más llevadero el trayecto de metro. En esta nueva era, el espectador no solo reina sino que también gobierna. Decide el qué, el cuándo y el dónde.

Además, con el cambio de paradigma que ha supuesto internet, ahora cualquier amante de Dexter tiene acceso a una web oficial donde bucear en detalles, puede seguir el twitter de cada personaje de Skins o animarse a comentar el último episodio de House en blogs especializados. El público demanda estar en la conversación. Y en este sentido Lost resulta proverbial: es una serie que ha reclamado exégetas, con tantas preguntas abiertas como promesas de resolución. El espectador, en este entorno 3.0., se ha devanado los sesos resolviendo los acertijos y proponiendo teorías no solo en el salón de casa o en la cafetería, sino prolongando la conversación en redes sociales, bitácoras y wikis. Así, el visionado se retroalimentó y el embrujo de Lost infectó la madrugada de medio mundo.

Cine hecho en televisión

The Pacific, la miniserie bélica sobre la campaña estadounidense en las islas japonesas, solo puede calificarse de impresionante. Con Spielberg y Tom Hanks como productores, se recrea la guerra con un realismo tan extremo que consigue que hasta la Muerte huela. Es un ejemplo –señero– de los despliegues para que el espectador contemple un espectáculo visual desde su sofá: la imperial Roma, el sucio Oeste en Deadwood, la aristocracia eduardiana en Downton Abbey, los elegantes sesenta de Mad Men, el futuro apocalíptico de Battlestar Galactica o el reino épico de la fantasiosa Juego de tronos, la última chuchería de la televisión americana.

Este gusto por los grandes relatos confirma que la televisión actual se atreve con todo. No hay tema que se le resista. El cable estadounidense –en especial HBO, Showtime o Starz– se ha caracterizado por elevar el nivel de lo visible. Sangre, sexo y lenguaje soez distinguen a propuestas tan explícitas como True Blood, Californication o el violento péplum hormonado de Spartacus. Pero, más allá de poses escandalosas, lo relevante es la compartimentación de la parrilla yanqui. La romanticona CW, por ejemplo, se especializa en relatos para público femenino postadolescente (Gossip Girl, The Vampire Diaries); la poderosa FX apuesta por varones de entre 18 y 45 años, de modo que se permite productos ásperos como la crucial The Shield, la provocativa Nip/Tuck o la punzante Sons of Anarchy; Syfy busca el nicho –friki– de la ciencia ficción y el género fantástico (Warehouse 13, Caprica); y así con tantos otros canales. De este modo, la televisión se ha sacudido su pretensión de llegar a todos los públicos, conscientes los anunciantes de que la calidad de un target específico puede superar en rentabilidad a públicos masivos, pero más indiscriminados. ¿Para el espectador? Se traduce en una oferta más jugosa, variada y atractiva, en la que siempre habrá una serie para ti. Esta inercia también salpica al mercado español: el público se ha hecho más exigente y los creadores arriesgan escenarios y géneros en sus nuevas apuestas.

El juego de un relato adictivo

La ficción televisiva no ha inventado nada; simplemente ha actualizado los mecanismos de la tradicional literatura por entregas. Está la vertiente autoconclusiva –CSI como paradigma–, donde el espectador puede entrar y salir con facilidad, sin extravíos por perderse un capítulo. Pero también cobran fuerza los relatos que reclaman un espectador fiel, capaz de seguir una historia de fondo, expandida a lo largo de varias temporadas. En ellas, los guionistas trabajan la sorpresa y los requiebros de la trama para excitar el deseo del público por saber más y más; esa adicción del “necesito-ver-otro”.

Las posibilidades de estos juegos narratológicos son múltiples y muy sofisticadas: la originalidad de 24 es el relato en tiempo real; Fringe trabaja los universos paralelos; Perdidos y la fallida Flashforward sustentan su arquitectura narrativa en un puzzle temporal que multiplica la ansiedad narrativa… Desde una perspectiva más densa, la prestigiosa In Treatment ofrece un relato horizontal (de lunes a viernes) que, en un segundo visionado, puede seguirse verticalmente. Sin embargo, es The Wire el paradigma de esta nueva literatura audiovisual por entregas: en lugar de un policíaco trepidante, sus creadores optan por un ritmo pausado, anticlimático, donde cada caso ocupa toda una temporada. Un relato coral, minucioso, que esculpe una reflexión sociopolítica sobre la ciudad contemporánea.

Como sintetiza la ambiciosa The Wire, la tradición televisiva anglosajona ha generado una incesante vitalidad artística que, sin desdeñar lo comercial, es capaz de explorar nuevos caminos narrativos, estéticos y hasta morales. Una tele hecha, por su misma definición, para enganchar al espectador. Una caja lista que, por fin, puede jugar en primera división artística… y ganar.

20 Comentarios

  1. Javier Meléndez

    Excelente artículo, como siempre. Me gusta el paralelismo que haces entre las series y la literatura por entregas, mecanismos que también estaban en los seriales cinematográficos de \”chica atada a vía del tren\”. Imagino que compartimos emociones similares a las que sintieron nuestros bisabuelos viendo aquellos seriales. Quizá un peldaño más arriba porque las buenas series tienen más de cien años de cine en que mirarse, pero el cine actual ¿a qué mira?

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