“El Príncipe sabe que es más seguro ser temido que amado” (Nicolás Maquiavelo)
Esta frase de El Príncipe podría servir de frontispicio para Boss. Pero, ay, también esta otra extraída de la season finale de su primer año:
“¡¡Esto no es el siglo XV y no estamos en la jodida Florencia!!”
En efecto. La gente ya no se azota con el guante ni se reta en duelo al amanecer.
Primer aviso: Boss (acá por Canal Plus) tiene arrancada de caballo y parada de burro. Se desinfla tras un piloto sensacional, shakesperiano, y una estética prometedora, saturada de primerísimos primeros planos… tan enfática que tarda poco en mutar del indie a la indiferencia. Solo aguanta el tipo el zepeliniano Robert Plant derribando el reino de Satán en los créditos:
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La primera temporada, cortita, combina un protagonista magnético y conflictos de peso con ciertas tramas tontorronas y personajes incoherentes. La recién concluida segunda temporada, mucho más floja y aburrida, se limita a repetir tics y estructura, como si el poder en Chicago fuera un bucle diabólico del que no se puede escapar.
Boss supone un nuevo intento de Starz por jugar en la Champions de la tele, ese coto de canales premium donde reina la HBO y Showtime ejerce de eterno aspirante. Con productos así, Starz demuestra que lo suyo, hasta el momento, es un quiero y no puedo. La premisa ofrece un solemne claqué de Borgias locales, mafiosos de cuello blanco y cuello negro, manipuladores de salón, brujas disfrazadas de Prada, orejas amputadas, corrupción urbanística y bajas pasiones. Todos esos buitres revoloteando alrededor de Tom Kane, el majestuoso Tom Kane, alcalde de Chicago, el major pajarraco de todos.
Uno, sin llegar a intimar, conocía a Kelsey Grammer de verle de vez en cuando alegrando las tardes de La 2, con su aclamado Frasier a cuestas, aplicando ese punto irónico y socarrón. El cambio es asombroso. ¡Impresionante! En Boss, especialmente en la potable primera temporada, Grammer regala una de las actuaciones más memorables de la tele contemporánea. Su trabajo resulta electrizante e hipnótico, con esa presencia excesiva y matadora (¡qué voz!) que recuerda la rotundidad de un Marlon Brando o un Charles Laughton. Devora la pantalla a dentelladas en cada escena para dejar al espectador sin sitio ni resuello.
El problema es que hasta su intensidad acaba convertida en autoparodia. Ese es el gran pinchazo de Boss. Parafraseando a mi tocayo en El Mundo, la serie de Gus Van Sant y Fahrad Safinia está tan obsesionada con cocinar una obra maestra… que acaba sirviendo una menestra ridícula, sin sabor, que pretende esconder con las especias su falta de sustancia. Como esos zagales que creen que por ir de poeta maldito por la vida (rostro siempre enfadado, Kerouack en la primera cita y grunge mal digerido) se convertirán en el nuevo Rimbaud. No, demonios. La autenticidad se construye, no se adopta. Por eso deslumbra Boss a primera vista… y precisamente por eso fracasa a poco que uno rasque.
Lo repito: Kelsey Grammer es lo mejor, de largo, de un drama político que trata de ubicar en la ciudad actual las maquinaciones propias de otra época. Algo que la malograda Kings, con más astucia, conseguía con el imaginario reino de Gilboa y que Deadwood, desde la épica sucia, encanallaba en un territorio salvaje y de frontera, alejado de cualquier jurisdicción. Por contra, por mucha memoria Capone que ostente, el Chicago de Boss -estrictamente contemporáneo- no da para tanta metáfora ni para tanta maldad. Por eso va anulando sus aciertos conforme avanza el metraje.
(A partir de aquí, espoilers de las dos primeras temporadas)
Ni rastro del gobierno de Washington y muy poquita sombra del de Illinois, como si la política del siglo XXI fuera más propia de una monarquía absolutista que de una compleja red de interdependencias y contrapesos locales, federales y nacionales. No. Aquí Kane es amo y señor. Y eso genera muchos problemas en la trama, con decisiones de guión ilógicas que arruinan la credibilidad y achican músculo dramático. ¿Un ejemplo de esto? La torpe justificación del viaje a Canadá en el ecuador de la segunda temporada. ¿Otra? Su facilidad para plantar cámaras en casas ajenas, como si la CIA fuera su séquito personal. ¿Más? La nula autonomía política de un Ben Zajac.
Este personaje es interesante para sintetizar los fallos de Boss. En su afán por presentar a todo quisqui como marionetas de Kane (en este sentido, la foto promocional de la segunda temporada es muy certera), la serie sacrifica la coherencia dramática. Los personajes son puros mecanismos “al servicio de”. La primera aparición de Zajac, por ejemplo, resulta realmente atractiva: un político puro, de raza, con carisma ante las cámaras y reflejos detrás de ellas. Tres capítulos más tarde lo encontramos castigado contra la pared (no es coña) en el despacho de Kane, para pedir perdón. Otros tres después le vemos recuperar la iniciativa y aliarse con los concejales rebeldes en una jugada bastante patosa. A los días vuelve al pardillismo, más adelante al atletismo de cama y Lewinski, luego al deshaucio político y, oh, finalmente, al triunfo en las elecciones. Uf. Uf. Demasié. Sobre todo porque durante buena parte del metraje no es más que un mequetrefe dominado por su esposa, el verdadero cerebro político de la “operación Zajac“. ¡Hasta en eso resulta inconsistente el personaje!
Este blandiblú dramático puede extenderse a Emma, Darius o Ian Todd, gentes que lo mismo valen para un roto que para un descosido. Además, en los tres casos sus líneas argumentales dan bastante pereza. Más sugerentes son las tropelías de Meredith Kane, una Lady Macbeth con ínfulas que, como destapa la última escena del 2.10., jamás logrará emanciparse del “Dios Kane“. Por eso hablaba antes de que la segunda temporada es un calco estructural de la primera: como ejemplifica el último capítulo, todos los problemas que afronta Tom Kane (personales, políticos, periodísticos) son desbaratados porque, oh, siempre iba dos pasos por delante de todos. Y los espectadores sin saberlo, claro. Variantes remolonas del deus ex machina.
En todo caso, las motivaciones de Meredith reflejan bien la negrísima postura moral de Boss: el cinismo como única forma de supervivencia. La sociedad como una selva donde cualquier ideal cívico ha terminado abolido por la ambición. ¡No hay ni un personaje medianamente bueno o íntegro! Y no, no necesito a Bambi en una carroña de este pelaje, pero sí algo de equilibrio heroico para que haya frontón dramático. Aquí no, todo el mundo es odioso: la alegre esposa y madre de dos hijos esconde una libélula política; Papá sonríe ante las cámaras y va de hombre familiar cuando el poco cerebro que tiene se le asfixia en la entrepierna; el escudero fiel (Ezra Stone) traiciona a su jefe; el alcalde vende a su propia hija para asegurarse el poder; el joven majete es un traficante de aúpa; el nuevo joven majete es el bastardo del rey y trae agenda oculta… y así con todo. Por no haber, apenas hay atisbo de esa extraña cosa llamada amor: casi todos los encuentros sexuales (algunos de ellos de vergüenza ajena) parecen meros desahogos carcelarios.
Hasta en eso, el único que da la talla es Sam Miller, el aguerrido periodista del Sentinel. Él -y quizá Mona, siempre manipulada- es lo único parecido a una brújula moral en Boss. El romántico que mantiene los ideales y lucha a cara de perro contra la corrupción. Y bien que me alegro de que una profesión tan apaleada como la de periodista ejerza de salvavidas en Boss porque, como escribía Kapuscinsky, los cínicos no sirven para este oficio.
Junto a Sam Miller hay otro par de personajes interesantes en Boss. Por un lado Kitty, una mujer extraña, contradictoria, que mezcla una astuta habilidad política -a pesar de la estúpida traición de la primera temporada, otra incoherencia dramática- con una coraza emocional bruñida a base de encuentros sexuales esporádicos. Apena su terrible aborto porque, en el fondo, refuerza lo sola y perdida que está en esa jungla donde los afectos son sustituidos por el instinto de supervivencia y la erótica del poder. Junto a ella, la segunda temporada también pierde fuelle por la ausencia de Ezra Stone, el San Bernardo del alcalde. Un tipo fiel, de eficacia samurái, que -el fin justifica siempre los medios, recuerden- ha de destruir a Kane… para que Kane siga siendo Kane. Su fascinante dinámica -similar a la de Hoffman y Farina en Luck, como bien ha visto Reviriego– aportaba un señorío que se esfuma en el segundo año. Sí es cierto que Martin Donovan sigue en escena, como alucinación recurrente, pero ahí también la serie se pasa de frenada. De hecho, el capítulo más insoportable de Boss es “Backflash” (2.6.), una entrega onírica y excesiva.
En ese capítulo se revelan viejos secretos sobre cómo el todopoderoso ascendió al reino de los rascacielos. El mismo mensaje: el acceso al poder y su conservación lo justifican todo. ¡¡Todo!! Ay, si Maquiavelo levantara la cabeza… sus propios hijos de Chicago se la volarían.
Por nenaza.
String
No puedo estar más de acuerdo, la dejé a mitad de la segunda temporada por puro aburrimiento y por las incoherencias que citas. La primera estuvo pasable pero no como para ensalzarla tanto como algunos han hecho, entre ellos tu colega del Mundo…
Por cierto has visto \”Good Cop\” de la BBC One?
Un saludo.
Regla
Boss es muy pretenciosa y aunque a todas las series hay que darles un margen de credibilidad, en esta es imposible. En la vida real la política local es como en The Wire, los alcaldes son como Carcetti, rodeados de asesores que lo llevan de aquí para allía, metiendo la pata las más de la veces, etc. Kane es una especie de supermalvado, siempre gana, asesina al que le conviene, siempre tiene un plan oculto. A mí ya no me pillan para la tercera temporada.
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mackey
Tras defender su primera temporada, he de reconocer que esta segunda se les ha ido de las manos completamente. Demasiado artificio para una ficción que pretende ser un drama político relativamente realista. Eso sí, Grammer otra vez de 10 bordando el papel de Kane.
Julen
Pufff no estoy para nada de acuerdo, el tono de Boss ya marca que tienes que estar preparado para lo que vas a ver. Es el exceso su punto de partida, su lenguaje…sino entiendes o no te gusta su lenguaje no puedes apreciar Boss. Claro que es completamente irreal o excesivo plantear la política de la forma que lo hacen y su intención no es hacer nada verídico. Una lástima su cancelación…
Un saludo de la palomita!
roedecker
Estimado señor Nahúm: le conmino a no comentar más series por un tiempo (siempre puede dedicarse a ficciones ya terminadas o análisis más abstractos del panorama televisivo). La semana pasada Last Resort, y esta ha caído Boss… vaya racha gafe.