Despedir Nueva Orleans es como silbarle al vacío: nos hace sentirnos menos solos, pero no esquiva nuestro desamparo.
Las series de televisión establecen, más que ningún otro tipo de producto artístico, una relación de amistad con el espectador, precisamente porque la serialidad estira el consumo durante varias años. Hay ritos, tiempos, ciclos, períodos de espera, ansiedad por volver a verse y una continuidad que va enriqueciendo la relación que mantenemos con esos personajes a los que conocemos cada vez más y mejor. Por eso, echaremos tanto de menos a los Batiste, los Bernette, los Lambreaux, los pizpiretos Hidalgo… y seguiremos fantaseando con perdernos en el Mardi Gras, a ritmo de jazz, humo y bourbon barato. Porque el universo de Treme ha entrado en nuestras vidas asumiendo el grado cero de la escritura, el del espejo de lo real.
La obsesión naturalista -marca de la casa Simon– ubicaba a la serie entre lo más arriesgado -y minoritario- de la televisión contemporánea. La peripecia narrativa siempre ha sido escasa y el relato no tenía miedo en detenerse a fotografiar cómo crecía la hierba, lo que en Nueva Orleans equivale a un deleite musical tras otro; la trama se suspende y la música conquista la escena una y otra vez.
Justo en ese ritmo moroso, que nunca pasa de segunda, y esa narrativa minimalista, alérgica a cualquier pirotecnia, es donde nace la poderosa implicación emocional que consigue Treme. Nos conmovemos con las cotidianas desventuras de este puñado de personajes porque los hemos cultivado a fuego lento, viendo cómo se sobreponían a la tragedia, reconstruían sus hogares y se enfrentaban a la corrupción institucional. Se han convertido en amigos nuestros, con sus virtudes y defectos. La coralidad -otra muesca del estilo Simon– es clave para retratar esa sociedad en ebullición callada, ansiando exprimir la vida y peléandose por salir adelante en el día a día.
Ya lo dijimos: Treme es una de las más luminosas reivindicaciones de la sociedad civil y del concepto liberal de comunidad (en el sentido europeo del término) que se puede encontrar en la cultura popular contemporánea. Imbuida de aroma regeneracionista -amplificado con la primera victoria de Obama, presente explícitamente en esta temporada-, la serie logra extraer esperanza de la derrota y alegría de la muerte y el adiós. Por eso el epílogo que componen estos cinco capítulos funciona, a pesar de lo condensado de la trama. Es tal el caudal emocional que atesoró la serie durante sus tres años anteriores, que ahora les bastaba con dejarse resbalar por la pendiente.
No hay duda de que hay subtramas que pedían más desarrollo (la ruptura de LaDonna, la agonía de Albert, la paradoja artística de Annie) y personajes como Sonny o Sofia que han pasado como fantasmas por el metraje. Es lo que tiene el relato televisivo: al ser una obra en construcción prolongada en el tiempo está -de nuevo más que otras artes- muy condicionado por decisiones industriales.
Y, sin embargo, a pesar de contar solo con cinco capítulos y una peripecia narrativa algo atropellada, la despedida golea. No ha sido la mejor temporada (mi orden de excelencia sería: tercera temporada, primera, cuarta y segunda), pero funciona estupendamente como clausura, sin aspavientos ni almíbar, aprovechando para cobrar los réditos de la inversión afectiva realizada por el espectador. Dejando un mejor sabor de boca que en la rampa de salida de The Wire: en la tragedia de Baltimore se deslizaba la condena del círculo vicioso y la maldición “sistémica” mientras que en la apología de Nueva Orleans la ciudad se reconstruye y, aunque con cicatrices, vuelve a salir el sol. Porque estos cuatro años -con la tormenta como metáfora vigilante y el carnaval como clímax liberador- han sido una travesía por la que casi todos los personajes han aprendido a aceptar sus límites y han vencido en sus batallas (internas y externas), concluyendo la historia más limpios (Colson, Hidalgo), más felices (Sonny, Delmond) más maduros (Davis, Ladonna) o más realizados profesionalmente (Jeanette, Toni… ¿Annie?).
Se avecina una nueva era en Nueva Orleans, aquella ciudad que podía torcerse pero jamás se hundiría. A través de un puñado de vidas calladas e inolvidables, Treme ha reflexionado sobre la cultura, la comunidad, la corrupción, la pérdida, la esperanza y la regeneración. Sobre América, en definitiva. Sobre nosotros, también. Por eso ahora podemos cerrar el círculo, atar los títulos del piloto y la finale, y entender tan bien lo que significa echar de menos Nueva Orleans: caer y levantarse.
Pedrin
Ansioso esperaba este articulo, que ya iba tardando! 😉 Tenía miedo que al ser una minitemporada la cosa cojeara, pero como has dicho, aunque se nota la urgencia narrativa, salen airosos. Voy a echar mucho de menos Nueva Orleans…
Eso sí, la madurez de DJ Davis me parece que acaba despeñándose por un barranco, vistos los últimos minutos…
Igor Zarranz
Ahora mismo acabo de ver el último episodio.
Y me ha ocurrido lo mismo que con todos los anteriores, no quería que se terminase. Para mí, esa es la mayor diferencia que ha supuesto Treme. En otras series, cuando acaba un capítulo, estás deseando que empiece el siguiente para saber cómo va a continuar, pero en Treme no. Lo que quieres es que ese episodio no se termine.
Creo que esta es la serie con más personajes entrañables que he visto nunca, y realmente es una pena que la música deje de sonar
carlos risu
Alberto, a ti Treme no te gusta. La admiras.
A mí me pasa igual (Toma SUR).