“No está en ningún mapa. Los lugares verdaderos nunca lo están” (Moby Dick)
Don Draper ha estado siete temporadas de nuestra vida persiguiendo una ballena. Corriendo sin parar, huyendo de sí mismo para reencontrarse con el otro lado de la luna. La felicidad. El yo. Quizá regresar a aquel zagal que simplemente quería una chocolatina Hershey. Un hogar, esto es, ser querido, aunque sea mediante la metáfora de un frigorífico.
“Me gustaría comprarle al mundo un hogar y amueblarlo con amor” (Coca-Cola, 1971).
Sin embargo, Mad Men no podía concluir cerrando el círculo. A pesar de su impecable puesta en escena, de su limpieza visual, del Chanel que exhalan todos sus personajes, la serie de Matthew Weiner es tan borrosa como el humo de los cigarrillos que todo quisqui fuma, tan ambigua como esos títulos de crédito en los que un tipo se desparrama por los rascacielos para aterrizar en un cómodo sofá, tan contradictoria como todos esos personajes que pretenden hacer pasar las máscaras por sueños reales, empezando por Dick Draper y Don Whitman. La identidad es la ballena.
Nos queda el recuerdo, esa nostalgia que tantas veces ha bañado la serie con aromas imposibles. Un carrusel de imágenes y emociones. Porque Mad Men ha sido clave para demostrar que la televisión podía seguir evolucionando como máquina de contar historias. Una propuesta exquisita, minimalista, clasicista a ratos, siempre exigente, que apostaba por hacer del melodrama una crónica del desencanto de toda una generación. Más de la desilusión del hoy que de la de Camelot, Woodstock y el final de la inocencia. Sí, porque el cine histórico siempre nos dice más cosas sobre la época en la que se produce que sobre la época en la que se desarrolla la trama. Desde los patrones de consumo hasta el auge del feminismo, pasando por esa depresión generalizada de las sociedades occidentales y el terror al compromiso, Mad Men es más espejo de las ansiedades culturales e ideológicas del presente que de las que realmente existían hace 40 años. Ahí radica su mayor mérito, esa ambigüedad tan sabrosa, a ratos frustrante a ratos luminosa: que el reflejo no se impone sobre los hechos, sino que cabalga sobre ellos.
“¿Es eso todo lo que hay?” (Peggy Lee, cantando al final de “Severance”, 7.8.)
El final de Mad Men ha optado por la senda Soprano, por lo que nos esperan riadas de tinta y forensic fandom auscultando hasta el número de símbolos por metraje cuadrado. Bien está. Mad Men siempre ha sido una serie inteligente y densa como el chocolate, una hilandera que deja para el fondo del encuadre lo más relevante, donde cada melodía ensancha el significado de un capítulo hasta obligar a la relectura. Yo, que suelo tener mis reservas para la reseña semanal como método, he de reconocer que esa cadencia crítica le va como anillo al dedo a la gema histórica de la AMC (en España por Canal Plus).
Pero no es eso todo lo que hay. Cuando toca aplastar el último pitillo, Mad Men también tiene su lumbre, aunque su “conflictividad banal” (como la ha descrito Carrión con brillantez) nos haga olvidar que nosotros también andamos embarcados en una ruta, este año más bostezante que otras veces. Ahí es donde este Pequod ha naufragado, puesto que toda la segunda parte de esta séptima temporada ha avanzado a trompicones, con atajos y saltos. Regresar -por enésima vez- a la casilla de salida con Don Draper, puff, se ha hecho repetitivo. Desde ese primer alivio sexual en el baño (7.8.) hasta el “um” New Age con que nos despide. Los planetas siguen girando, sí, pero siempre alrededor del sistema solar Draper. Por eso resultaban atajos el súbito enamoramiento de Joan y su bon-vivant, la quincuagésima reinvención de la agencia, la maldad revanchista de Ken Cosgrove, la súbita reaparición de Hermman Philips o el flirteo imposible del viejo vecino adolescente con la señora Draper-Francis (7.10.)
Y así navegamos hasta el “Person to Person” (7.14.), un episodio emotivo e icónico, doloroso y alambicado. Fiel espejo de toda la serie. Un cierre que no traiciona (*) ni el tono ni la escurridiza obsesión que ha presentado durante sus siete temporadas. Para bien y para mal. Un final dibujado a base de llamadas telefónicas y primeros planos, una clausura donde el tipo con mejor retórica se nos despide con un eructito hippie y una sonrisa… ¡que no resuelve nada!
(*) La declaración de amor entre Stan y Peggy, aunque no cae de la nada, sí que ha resultado demasiado explícita para lo que nos acostumbra esta serie. “Hay vida más allá del trabajo”, decía Stan, para poco después mezclar la esfera íntima y la profesional de manera definitiva. El ser y el querer, esa trampa de todos los personajes. Peggy también es trágica a su manera, como le recordaba a Stan hace unas semanas; sus opciones vitales y profesionales tuvieron consecuencias… y ahora asume el coste de aquellas.
Weiner ha sido astuto para que valga una interpretación y su contraria, pero mi cuarto a espadas es éste: el corte directo del primer plano de Don alcanzando el Nirvana al mítico anuncio de Coca-Cola, tan cercano estilística y “ambientalmente” a esa comuna en la que le vemos por última vez, implica que él idea esa campaña. Y eso conlleva, desde el punto de vista dramático, una despedida tan cínica como punzante, quizá de las más tristes y desalentadoras que uno recuerda (Zoller Seitz discrepa). Porque Don, en medio de su inmersión zen, con esa sonrisa y esa campanita que suena, no está más que recibiendo un nuevo chispazo para acometer lo que mejor sabe: vender felicidad. Nunca poseerla. Ya lo advertía en el piloto, por partida doble: “Lo que llamas amor lo inventamos nosotros para vender medias” y “La publicidad se basa en una cosa: la felicidad”.
A mí -que reivindico el humanismo- me gustan como al que más las historias de redención, pero Mad Men no juega a eso. Siempre ha fluido en espiral, dándose codazos con la misericordia y la misantropía. Ni siquiera la pobre Sally Draper -madurando a marchas forzadas para cantarle las cuarenta a su padre- parece que pueda acabar su universidad, enfrascada en hacer de mamá para un par de huérfanos. No hay finales felices (**), solo puntos y aparte.
(**) ¿Pete Campbell, quizá? Su conmovedora despedida de Peggy casi nos hace olvidarnos de lo repelente que ha llegado a ser el personaje encarnado por Vincent Kartheiser. Reconozco que no sé cómo definir su huida triunfal a Wichita. Cierto que es el único personaje que finalmente antepone la familia a la ambición profesional, pero su historia me deja con piezas del puzzle sin colocar.
Mad Men, a pesar de su corteza impoluta, siempre ha resultado mucho más agria que dulce. Amagó con el happy end en la excelente y conmovedora season finale de hace dos años; incluso puede que el baile de Bert Cooper nos hiciera albergar esperanzas de tocar la cara de Dios. Sin embargo, el bonjour tristesse y el eterno imposible de Draper -un incorregible Peter Pan– han ganado por goleada. No se le puede reprochar falta de coherencia al relato, desde luego.
Don Draper: ¿Qué es la felicidad? Es un momento antes de que desees más felicidad. No quieres la mayor parte de ella… ¡la quieres toda! (5.12.)
Por eso la ecuménica canción de Coca-Cola -la única campaña real que aparece en la serie, junto al “Lucky Strike, it’s toasted” del piloto– resulta tan salvajemente irónica. “Lo que el mundo quiere son las cosas reales”. Umm. No. Porque en la vida real existe una guerra en la que te dejaste el alma, un prostíbulo donde te amamantaban, una amiga que muere en California, una vieja amante que ha rehecho su vida en hebreo y una madre de tus hijos a la que devora el cáncer. Aún peor: en la vida real siempre está ese puñetero picor existencial que te recuerda que eres mortal. E infeliz. Y que andas cazando unicornios con tirachinas, ahogando la soledad en whisky caro y camas frías.
Don Draper atisbó ese avión desde su oficina de Manhattan y siguió corriendo. De nuevo. Para darse cuenta, siempre por penúltima vez, de que el lugar que ha estado toda la vida persiguiendo jamás existirá en los mapas.
pixput
Hola Alberto. Me alegra saber que hemos interpretado el final de la misma manera. Como casi siempe, muy de acuerdo con tu analisis. Se va Mad men, y me deja un vacio tan grande como el que sentia Don Draper. Las ha habido (y habra) mejores pero ninguna me ha hecho sentir lo mismo..
Don, Dick, you will be missed…
poliptoton
Gracias como siempre por el artículo, Alberto.
La verdad es que esta última temporada (y sobre todo esta media-temporada final) me ha dejado un sabor bastante amargo. Varios capítulos han sido buenos (incluso muy buenos), pero he tenido la sensación de que como serie ya no iba hacia ningún sitio, que todo estaba ya contado, que estábamos viendo lo mismo otra vez, especialmente en lo relativo a Don, cuyo arco ya estaba más que explorado. Qué pereza la historia con la camarera, que aporta cosas ya vistas, y qué pereza ver otra vez a Draper escapándose y rodeándose de desconocidos. Incluso algún personaje parece fatigado ya, como Stan cuando dice aquello de \”Siempre hace lo mismo y al final siempre vuelve\”.
Creo que esto se ve más claro en lo relativo a Peggy. El eje Don-Peggy, el juego de espejos entre ellos y su relación, siempre ha sido el motor de la serie (al menos para mí) y ha traído sus mejores momentos. Pero también ahí estaba todo dicho y Weiner les reserva una última llamada que tampoco aporta gran cosa. Al final, la última escena de Peggy es para… darle un novio, en una escena que (lo siento) a Weiner le ha quedado muy, muy cursi, demasiado explícita como dices para esta serie, un poco de final de temporada de \”Friends\”.
\”Mad Men\” ha sido fantástica, ha entrado probablemente en el olimpo de las grandes y nos ha dejado momentos memorables, pero como casi siempre que hablamos de televisión, no hay planes maestros ni parece que todo estuviese en la cabeza de Weiner desde el principio. Este largo y agonizante epílogo en 14 capítulos y dos años le ha hecho más mal que bien al global del relato, al menos en mi opinión.
Teresa
Me ha llamado la atención como el personaje de Don no se redime, casi se puede decir que prácticamente no evoluciona. Agradezco el realismo de esto, la gente no cambia necesariamente y menos un tipo como Don, aunque no ha dejado de incomodarme. El camino es lo importante,…hay que ver que importante fue \”On the road\”.
Aunque la secuencia final, llena de ironía y cinismo me parece sublime, he de decir que este último capítulo no me ha enamorado, no me ha terminado de cerrar esta obra maestra de serie. Ha tenido grandes detalles: Don como siempre buscando a alquien a quien salvar y de quien ocuparse, y las dos (Sally y Estephany, Don y Dick) lo mandan a paseo. La pareja de Joan no sabe hacer equipo con ella y apoyarla en sus proyectos.
Sobre las historias de amor, Peggy y Stan, Pete y Trudy. Siento una gran debilidad por estos últimos, y lo de Peggy y Stan me gustó pero hubiera agradecido algo más sutil, con lo bien que iba Peggy con su wayfire y el piti por el pasillo.
Richard
Don Alberto, El capítulo final va directo al top ten de la serie, cerrando de forma magistral la historia de los personajes (salvo Peggy, ya que es un poco inconsecuente que el \”happy ending\” del personaje más progresista de la serie sea \”conseguir novio\”). El problema más está con toda la temporada en sí, en especial esta segunda parte de la séptima (qué manía de dividir en dos la temporada final, AMC). Se sentía que Mad Men ya había contado hasta dos veces la caída y resurrección de Draper (la serie puede dividirse en dos grandes ciclos: auge y caída de Draper hasta tocar fondo en la 4ta temporada y resucitar en el final de dicha temporada; y resurrección y caída de Draper durante la 5ta y 6ta para revivir con ese maravilloso final con Hershey incluido en el final de la 6ta). Por eso que volver a contar la caída de Draper sonaba y se sentía repetitivo. Aunque claro, ese maravilloso final lo redime: esta vez Draper no resucita con \”falsa felicidad\” (matrimonio con Megan o sincerarse con sus hijos ante su hogar/prostíbulo), esta vez Draper resucita siendo lo que quiere ser en verdad: un publicista de polendas (no un buen marido o padre). Porque por más que la serie temrine donde empezó (Don Draper, el publicista estrella), lo que importó fue el camino, el cómo. Y ese camino consistió en Draper descubriendo que lo único que lo haría feliz eran esas ideas de publicidad que lo hacían rey.
PD: habrá review de la floja temproada 6 de The Good Wife?
Óscar Rus
\’Mad Men\’ acaba con tu reseña. Sí, yo también creo que el dividir la temporada en dos le ha hecho más mal que bien pero bueno, es lo que tienen las tácticas comerciales [imagino…]. Yo ya no esperaba nada de estos últimos brochazos, ya estaba (casi) todo contado. Si es verdad que disfruté más hace un año de la temporada 7A que este mes y medio de la 7B. Nunca me cayó bien Don Draper, tampoco gordo, pero los de su alrededor me fascinaban. Me escama lo sucedido con Betty Draper y su \”repentino\” cáncer [fuego artificial] pero le ha dado empujón al final de la serie. Me escama también el destino fuera de cámara de Megan Draper pero bueno, se llama coherencia narrativa. Lo de Stan y Peggy podía haberse hecho muchos (muchísimos) capítulos atrás; me da la sensación de que ha sido más un regalo de Weiner al fandom que otra cosa; aún así, yo lloré con la recién parejita, ¡se lo merecían! Pero sí, muy evidente para lo que \’Mad Men\’ nos tiene/tenía acostumbrados. Lo de Pete y Trudy, pffffffffffffffffffffffffffffffffffffffff, tonta ella. Él es abominable-encantador. El fugaz romance de Joan lo he visto más como un vehículo para ella abandonar la empresa y hacerse \”autónoma\”. El 7.14, en mi opinión, fue un regalito con las interacciones entre los personajes más emblemáticos de la serie. Aquí un servidor que comprará el pack completo de la serie y la revisionará [como hice en su momento con \’A dos metros bajo tierra\’].
Un saludo
cybertaly
Que más da el final lo importante ha sido el camino recorrido en la serie que menos cosas pasan y más se disfruta, a menudo me daba la sensacion de estar asomado a una ventana viendo la vida pasar……Mad Men marca estilo y eso vale mucho, cada vez más en los tiempos que corren…