“Alguien grita ‘violación’ y a nadie le importa ya lo que realmente ocurrió” (Eric Tanner, 2.10.)
Dos de las grandes adelantamientos estructurales en estos últimos años de frenética carrera televisiva tienen que ver con la distribución y el formato. La primera pole es la de la posibilidad del acelerón y, por tanto, la ruptura del “visionado colectivo”; ya saben: Netflix, Amazon y demás circuitos emergentes que ofrecen toda la temporada de una tacada, sin necesidad de repostar en boxes cada viernes.
La segunda primicia es la de la “serie-miniserie”, cuya etiqueta en inglés es “anthology series”. American Horror Story, True Detective, Fargo o esta American Crime que hoy nos ocupa. La principal virtud de una “anthology series” salta a la vista: no es necesario ponerse al día, clásica rémora para el seriéfilo fetén. Cada año ofrece siempre la vuelta rápida. Principio, nudo, desenlace… y reseteo.
El año pasado vi el piloto de la primera temporada de American Crime y, aunque me interesó, no tuve tiempo para seguir con ella. Sin embargo, este año he devorado la segunda temporada (Movistar Plus). Ignoro, por tanto, si resulta mejor o peor que la primera, pero sí que tiene gracia ese juego intratextual de ver cómo unos mismos actores se meten en pieles tan diferentes, como si de un curioso pasillo de espejos se tratara.
Lo que me atrapa de American Crime es su avidez sociológica. Disclaimer para alérgicos al gafapastismo: no, eso no implica que estemos ante una serie aburrida ni, lo que me molestaría más, un artefacto biempensante donde la tesis ideológica se come la veracidad del relato. Al contrario: American Crime funciona -engancha- porque, ante todo, es un drama -un dramón- que va envolviéndote emocionalmente, obligándote a replantearte una y otra vez tus complicidades afectivas con los personajes, haciéndote que te pelees contra ti mismo al obligarte a revisar tus convicciones teóricas al confrontarlas con la descarnada complejidad de los hechos. Ya saben: sobre el papel siempre resulta facílisimo pontificar, más aún en la era twitter; pero, cuando bajamos al barro, el gris moral puede resultar paralizante. Y dramáticamente riquísimo.
Por eso, American Crime es una serie que hace de la incomodidad virtud. Es una historia áspera, sórdida, cuyas ramificaciones van envenenando una comunidad hasta llevarla al borde del colapso. Un relato donde la verdad es como una hidra a la que, cada vez que le cortan una cabeza (por estrategia, por miedo, por vergüenza, por complejo, por obsesión), le nacen siete más, dispuestas a contagiar su toxicidad hasta una catarsis imposible.
(Espoilers de la segunda temporada a partir de aquí)
Una incomodidad que se prolonga en la estrategia visual de la serie: primeros planos que se alargan para multiplicar, hasta lo insoportable, la incapacidad de Taylor Blaine para enfrentarse al trauma o la agonía de Eric Tanner ante su infierno interior; esa constante ausencia en plano de médicos, policías o investigadores, como si la burocracia y las leyes -un fuera de campo emocional- fueran incapaces de hacerse cargo del verdadero drama; el atronador silencio de un disparo en la conclusión de un episodio absolutamente fantástico, el clímax del segundo acto (2.7.); la inserción de entrevistas reales en el octavo capítulo; o, en un ejercicio de estilo sublime, esa carnalidad tan voraz como simbólica del ballet para recaudar fondos, exhibido mediante un plano-secuencia que anuda el deseo adolescente, la agresión física, la angustia existencial… y todos esos padres, ay, que miran sin ver.
Este estilo que deja respirar el plano y espesa las miradas no cuajaría si no tuviera unas actuaciones memorables, claves en la potencia dramática, a ratos devastadora, que exhala American Crime. La sublime Felicity Huffman es capaz de componer una arpía maquiavélica, presta siempre a lavarse las manos, a lo Pilatos, para desmoronarse cuando sabe lo cerca que ha estado de ser asesinada. Una actriz como Lily Taylor que, por su agudo tono de voz y su impostada gestualidad de gacela herida, siempre trabaja personajes que fácilmente se antojan insoportables, retrata con precisión -con dolor- a esa madre obsesiva y ahogada por la culpa. Una Regina King con un registro más posh, un Timothy Hutton que esconde un lobo con piel de cordero o esa gravitas que alguien como Kevin Nolasco imprime al trágico, por impotente, director del colegio público. Pero las interpretaciones que añaden ese necesario punto de autenticidad que marca toda la diferencia son las de los jóvenes Connor Jessup y Joey Pollari. Con sus silencios, balbuceos y miradas incómodas, desubicadas, propalan toda la rabia e incomprensión de dos almas adolescentes torturadas, imposibles de suturar.
John Ridley, el creador de American Crime, se hizo célebre al escribir el guión de la oscarizada Doce años de esclavitud. Ambas obras comparten un mismo aliento político. En el caso de American Crime, el foco está en el presente, en la América media, alejada de esos islotes liberal que podrían ejemplificar Nueva York y California. En esta segunda temporada, Indianápolis es el paisaje donde ubicar una historia que aborda prejuicios raciales, de clase económica, de identidad sexual o, incluso, en la parte más forzada del relato, de privacidad en las redes (*). Esto es, American Crime aspira a dibujar un fresco sobre la convivencia estadounidense. Y lo hace con una honestidad sorprendente, logrando sortear el mayor peligro de este tipo de relatos: el moralismo progresista, el sermón políticamente correcto.
(*) La subtrama del papá hacker interpretado por Richard Cabral constituye, sin duda, el eslabón más débil de esta segunda temporada. Emerge como catalizador del tercer acto, pero en todo momento parece más una excusa para acelerar la trama y precipitar acontecimientos que una parte orgánica y natural del relato.
Esto no quiere decir que detrás de American Crime no exista una idea de la sociedad (que aparece nítida, por ejemplo, al coserle al relato esas entrevistas reales en su antepenúltimo capítulo), sino que esa idea se expone en toda su complejidad, sin maniqueísmos, como en aquella Crash de Haggis, donde toda “raza” es víctima y culpable, por ejemplo. Bien anclada su postura ideológica, en definitiva, en una historia que tiene una extraordinaria fuerza por sí misma, no solo como vehículo de una denuncia. Por eso la serie no se contenta con denunciar la homofobia, sino que complica el asunto insertándolo en el mismísimo entorno familiar de Eric, con escupitajos de su propia madre y su hermano. Surfea la ola de la “rape hysteria“, pero aplicándole la vuelta de tuerca del hombre sobre hombre. Hay racismo, pero ventila su odio en todas las direcciones: white trash, negros, hispanos. A su vez, esas razas comparten ecuménicamente las desigualdades sociales y los hogares desestructurados; no en vano, las dos únicas familias que permanecen unidas a lo largo de toda la serie son la de Evy, hispana, y la de Kevin, afroamericana. Y, por último, incluso la violación que echa a andar esta bola de nieve que se traga todo lo que pilla por su camino… queda en una puñetera ambigüedad que incrementa la alergia al maniqueísmo, una de las virtudes más sobresalientes de American Crime.
Si cambiamos acentos y particularidades, su planteamiento del problema sería extensible a cualquier país occidental. Es una serie muy americana, con mucho sabor local, sí; pero, al mismo tiempo, el corazón de los problemas que plantea son exportables a cualquier entorno. A la España disgregada por los particularismos regionales e insolidarios; a la Francia en batalla consigo misma, a través de sus banlieues y sus pitadas al himno; a la Gran Bretaña con tensiones inatacables como la de Rotherham… Escoja país o barrio. Porque lo más relevante desde el punto de vista político no es tanto las respuestas que pueda plantear American Crime, sino el diagnóstico que apunta.
El relato exhibe en todo su esplendor -esto es, en todo su desastre- la ascendencia de las identity politics. O, lo que viene a ser lo mismo, la disolución del individuo en porosas personalidades colectivas. Identidades raciales, étnicas o sexuales que pueden servir tanto de escudo (la pérfida Leslie Graham emplea la “cuota” de familias ricas negras en Leyland como aval) como de arma arrojadiza (el heroico director del colegio público está inerme ante el grito colectivo en las puertas de su escuela). En un muy ambicioso intento por tomar la temperatura a un momento histórico, John Ridley se aúpa sobre este clima cultural de hipersensibilidad colectiva y no solo retrata el avispero, sino que se dedica a pisarlo con una historia de drogas, mentiras, abusos sexuales y homofobia. Así, la serie acaba reflejando -de manera metafórica, para América, y de manera literal, para el relato de esta segunda temporada- el daño que las identity politics están provocando en las comunidades democráticas, en las que no se insulta a María, a Nahum o a Darius, sino a todas las mujeres, todos los católicos y todos los negros.
Por eso resulta tan desalentadora la maraña legal y social de American Crime, el callejón sin salida al que se ven abocados todos sus personajes: porque demuestra que al victimizar a todo el mundo, como hacen las identity politics, se acaba olvidando a las verdaderas víctimas, volviendo brumoso “lo que realmente ocurrió”. La verdad con nombres y apellidos.
Cecilia García
Hola Alberto, cuánto tiempo sin dejarte un comentario. Las cosas de la vida diaria, la prisa, los hijos… Pero en este caso lo merece (aunque tú lo mereces siempre) porque estamos ante una serie sorprendente, que ha conseguido que me quite el sombrero por su complejidad, por esos barros morales de los que hablas y que son lo más interesante que tiene, además de las actuaciones formidables de todos sus actores. Destaco tu frase: \”queda en una puñetera ambigüedad que incrementa la alergia al maniqueísmo, una de las virtudes más sobresalientes de American Crime\”, y digo amén. En muy pocas series encontrarás estos dilemas que, si los aplicas a tu propia vida, son casi irresolubles.
Toda la temporada me he preguntado: ¿y tú qué harías en la posición de esos padres? Créeme. Muchas veces no sabía qué contestar. Esta inteligencia a la hora de narrar, la ambigüedad y la casi imposibilidad de situarte a favor o en contra de ¿todos los personajes? (¿sabe alguien lo que ha pasado en realidad?) hace que esta serie sea tan sobresaliente. Solo una cosa para acabar: por favor, tienes que ver la primera temporada. Quizás esta me haya gustado más, pero la otra la puse en el number one en el ranking de estrenos del año pasado 🙂
Un beso y felicidades por un texto brillante.
Óscar Rus Vicente
Ha sido una \”gozada\” la 2ª temporada de \’American Crime\’. Yo tampoco vi la 1ª. Uno de los principales motivos por los que me puse con ella este año fue volver a ver a Regina King tras la también excelente \’The Leftovers\’. Reconozco haberme sentido atraído por la mecha que hace estallar la bomba: una premisa morbosa. Obviamente \’American Crime\’ no es perfecta pero es un must-see por muchísimos motivos. Trata al espectador como inteligente aunque sea emitida en una network como ABC. Y le \”escupe\”. El principal objetivo de una serie de televisión es entretener, sí, pero si encima sacude conciencias, bienvenida sea. Ahora soy incapaz de retomar \’How to get away with murder\’, de ABC también. No hay color.