“Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en todo” (G. K. Chesterton)
“La creencia es solo un producto de las compañías que frecuentemos y de lo fácilmente que nos asustemos” (Mr. Wednesday, “Head Full of Snow”, 1.3.)
Como hemos hablado otras veces, en esta época de sobredosis televisiva es imposible verlo todo. Estar al día empieza a ser más difícil que acometer cualquiera de los doce trabajos de Hércules. Así que no queda otra que fiarse: del género, del pasado de los creadores, de la hipnótica presencia de Ian McShane o de los críticos en los que confíes. En American Gods (Starz, Amazon Prime), el empujón que me faltaba me lo dio Aloña. Y no me arrepiento: a pesar de lo frustrante de su vigor narrativo, es una experiencia que merece la pena.
Que American Gods es una de las series más difíciles y ambiciosas del año queda establecido desde su linaje. El pasto literario de Neil Gaiman (*) parece regado con los truenos más estruendosos de la posmodernidad artística: reciclaje, deconstrucción, collage temático, shock visual, apropiación temática, incertidumbre genérica, jugueteo narratológico y ruptura entre alta y baja cultura. Era cuestión de tiempo que el manierismo televisivo -ahora que ha tocado techo- convirtiera en norma semejantes atrevimientos estéticos: Luck, American Horror Story, Hannibal, Legion, Rick and Morty y lo que te rondaré morena.
(*) Sé que la novela de Gaiman tiene una sólida base de admiradores. La leí en 2011, justo cuando nació mi primer hijo, y recuerdo que no me enganchó. No era el libro para esas semanas, en las que ansiaba un escapismo sin pretensiones. La premisa me pareció ingeniosa y simpática, pero me temo que nunca terminé de entrar en el pacto de lectura. Me ocurrió con el libro lo que con muchos momentos de la serie: su exceso de referentes me acababa abrumando… hasta el aburrimiento. Eso sí, muchas de las imágenes memorables se agarraron a mi memoria, como garrapatas, y ha sido un deleite sentir su picor en pantalla.
Ya son muchas las series de calidad en las que el placer del texto se transfiere radicalmente del relato a la forma, de la historia a su ejecución. Y eso no deja de resultar llamativo en un medio que hereda la exuberante potencia narrativa de la novela por entregas. En American Gods, como en los referentes del párrafo anterior, el cómo devora al qué con la misma facilidad con la que Bilquis, la mantis etíope, engulle a los enamorados a los que se zumba.
¿Los beneficios de este esteticismo televisivo? Un disfrute pictórico, sensorial, masticable, que anima a una segunda navegación donde pausar la pantalla para tomar hermosas instantáneas, recortar clips abracadabrantes o solazarse con el ingenio compositivo de los creadores. El número de planos y escenas memorables en American Gods podría ocupar toda esta reseña, desde el épico gris-vikingo, tiznado de rojo-sangre en el piloto, hasta los maniquis danzarines de la season finale. Cada episodio levanta una iconografía excitante que lo mismo flirtea con los Fragmentos Anatómicos de Gericault que rememora la estética ciberpunk en los atropellos de Technical Boy. En esto, la marca de la casa Bryan Fuller permanece inalterable. Puestos a elegir entre el paisaje de chuchería de Pushing Daisies y la pesadilla habitable que era mi adorada Hannibal, no hay duda que American Gods se hermana con la segunda. Esto es: huesos rotos, miembros amputados y sangre que salpica hasta el segundo anfiteatro. Una estética del asco y un gore con aspiraciones museísticas.
A diferencia de Hannibal, sin embargo, American Gods está recorrida por un sutil aroma de coñeo. Porque entre lo siniestro y lo teológico emergen un puñado de leyendas arruinadas, diosecillos cansados y fuera de lugar, que mendigan timos y estafas para recuperar el esplendor perdido. El cóctel es explosivo en su tono, por la extraña mezcla de autoindulgencia y desmitificación, pero funciona.
Pero, ¿y cuál es el otro lado de la moneda de tanto afán formal? Pues que el contenido se ahoga, que la balanza se desequilibra y el espectador se extravía. La propia serie lo aborda, de modo implícitamente metatextual, en su octavo capítulo. El fascinante dios araña reconvertido en sastre de lujo se empeña en zigzaguear por un cuento. Sus oyentes, Shadow y Mr. Wednesday, se desesperan. “¡Oh, por Dios, Nancy!” Pero él narrador persevera: “Déjame que te cuente la puñetera historia”. En la escena merodean los grandes males de American Gods: la digresión permanente, el impresionismo, la falta de foco narrativo. Porque la sobredosis de perfume y el empacho de guarnición restan fuerza a la esencia y a la proteína.
Y eso, ay, deja un sabor agridulce. El viaje -una road movie, stricto sensu– resulta entretenido, sobre todo por su inacabable raudal visual, aunque bastante voluble y hermético. Uno se pierde y, lo que es peor, se aburre, ese pecado de lesa televisión. Estamos, de nuevo, ante el clásico dilema de las adaptaciones literarias: ¿hasta dónde hay que estirar la fidelidad al texto original? ¿Se podría haber conseguido una narración más fluida desviándose aún más de la imaginación de Gaiman? ¿Hay potencial para una serie larga? Los cinco primeros capítulos tienen sus dificultades, pero se consumen de manera compulsiva. A todos los aplausos formales y requiebros mandibulares hay que añadir una difusa sensación de insana inquietud. Creo que el encuentro eslavo de “The Secret of Spoons” (1.2.), con el poderoso Stormare blandiendo martillo, así como el flashback existencial-amoroso de “Git Gone” (1.4.) son los capítulos más poderosos. Sin embargo, ayay, qué pesado se me hizo el capítulo 6, en especial esas inacabables conversaciones entre el leprechaun y el cádaver andante. De hecho, disiento de quienes ven en Mad Sweeney y Laura Moon los personajes más sabrosos. Sí, cierto que su viaje al pasado en “A Prayer for Mad Sweeney” (1.7.) les insufla más complejidad, pero ni con esas. Con la de hilos que quedaban colgando, el oscurantismo narrativo y el poco tiempo restante, me fastidiaba todo un capítulo dedicado al background de esa extraña pareja. Pereza de camión de helados.
Más allá de la forzada e infantil crítica política trumpiana que salpimenta a la serie aquí y allá -el ya tópico sermón maniqueo, que tanto histerismo ha despertado en The Handmaid’s Tale-, American Gods apunta una reflexión sugerente -por inaudita en la cultura popular- sobre un ángulo del experimento social y político más exitoso de la historia moderna. Los Estados Unidos, como todo el mundo sabe, se construyeron como una tierra de inclusión, donde inmigrantes de todo tipo buscaban la tierra prometida. Cada grupo transportaba su alforja de tradiciones, manías y creencias. Y el milagro es que la convivencia de peña tan diversa no saltara por los aires. Ahí es donde la premisa del relato -esos viejos dioses en guerra con los nuevos: la televisión, la tecnología, el entretenimiento, la globalización- se vuelve tan refrescante. Pero, ay, de nuevo se me hace imposible enhebrar una argumentación “socio-teológica” sin saber la firmeza del terreno que piso; los cabroncetes de Fuller y Green bien que se encargan, con su críptico preciosismo, de que este melting pot divino, americano en el sentido más profundo del término, siempre chapotee por arenas movedizas.
El año que viene descubriremos si nos hundimos de un martillazo… o encontramos una mano narrativa que nos rescate del ahogamiento.
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