“Quizá el mundo termine en la mesa de la cocina, mientras estamos riendo y llorando, comiendo nuestro último, dulce bocado”.
Estos últimos versos de la poetisa amerindia Joy Harjo condensan la paradoja de The End of the F***ing World, esa pequeña maravilla, agridulce, luminosa y divertida, que va haciéndose grande en Netflix conforme más gentes sintonizan con el cinismo de papel que gastan James y Alyssa. La condena del apocalipsis aliviada por la belleza de la cotidianidad. Una mesa de cocina, símbolo máximo de la intimidad y la familia, como pasadizo para la noche más oscura. Como en el poema, esta deliciosa serie de ocho capítulos es una contradicción andante, lo que la convierte en un trago corto tan refrescante: la huida hacia adelante se transforma en un regreso al origen, la pulsión homicida en amor puro y el escupitajo a la familia en una reivindicación de los lazos naturales.
Porque The End of the F***ing World adopta, como sus protagonistas, maneras de crustáceo: tras la aparente dureza de su caparazón se esconde una carne frágil. Esa dualidad explica la voz en off, empleada machaconamente para dejar en evidencia la distancia entre la máscara y el yo, de una manera antiheroica y humorística. “Me voy y no me importa si vienes o no. ¿Te apuntas?”, le grita la badass de Alyssa al empanao de James… mientras la voz en off apuntala un casi patético: “¡¡Por favor, di que sí!!”. El ping-pong en off es un dispositivo muy bien empleado no solo por su constante capacidad desmitificadora, sino también para imponer un dulce tono intimista e, incluso, por ser capaz de generar suspense narrativo: James anuncia pensamientos maníacos que la realidad desmiente. Dudo que ningún manual de guión objete a una voice-over tan resultona y eléctrica.
Pablo Echart me inoculó esta serie al vendérmela como si Los 400 golpes se cruzaran con Bonnie and Clyde. Ummm. Intrigante, compañero, pero “adolescencia” jamás rima con “violencia”, ja, y la melancolía de la playa resulta demasiado hermosa para albergar una balacera. Por si fuera poco, la rabia adolescente me queda muy desmano y mis prejuicios -es decir, mi ignorancia… o mi memoria- ya quedaron saciados con la autoindulgencia de 13 Reasons Why. Pero… La adversativa adopta la forma de la bendita eficacia británica: ¿quién se resiste a darle una oportunidad a 8 capítulos de 20 minutos? Hay películas que duran más…
Y, claro, la etiqueta british –como en los mejores laureles del Channel 4– implica atrevimiento, originalidad, incorrección política y una estética pop capaz de emular la apetitosa energía del estilo indie sin caer en su vacuo ensimismamiento. Aquí, contra determinado Sundance, hay relato y es poderoso; los personajes están cuajados con razón y razones. Ese porque sí, esa extravagancia que en otras latitudes me cansa, aquí se convierte en semillas que van recogiéndose. Porque la complejidad dramática no es saltarse un semáforo en rojo, sino tener una causa que lo justifique. Pongamos un ejemplo: la mano abrasada. Pasa de clásico detalle de psicópata dexteriano, a broma entre novietes… y acaba adquiriendo una dimensión humana, muy humana, al conocer la terrible infancia del pequeño James. Los porqués van obteniendo respuesta, describiendo una realidad cada vez más compleja.
Esa profundidad dramática, difícil de adquirir dadas las dos horas y media de metraje, también emerge en todos los secundarios: las dos polis son una lección de economía narrativa; la madre de Alyssa trasciende el cliché con el detalle -bellísimo detalle- de las felicitaciones de cumpleaños paternas y hasta la anciana madre del sádico pederasta demuestra en tres míseras escenas la tragedia que recorre el ser del deber. En general, una de las cosas que más llama la atención de la serie es la eficacia con la que maneja el concepto de secuencia, estirando el clímax hasta el doble regate. Hay muchísimas memorables: desde la presentación de los dos protagonistas, hasta el atraco a la gasolinera, pasando por el cara a cara con el guardia de seguridad de la tienda o el Keep on Running como única canción del coche. Y, si nos fijamos, todas esas brillantes secuencias siempre están punteadas con un detalle extravagante y dislocado, de los que aportan un encanto imprevisto: una estúpida broma paterna, una alusión a la parla de Downton Abbey, un chavalín (¡¡Frodo!!) cuya mayor rebeldía es ¡beber leche a morro! o una Alyssa que birla un último sujetador antes de encarar su libertad. Eso son guionistas con mimo y guasa. Tan inteligentes que hasta optan por evitar cualquier referencia espacial -sabemos, por el acento, que el entorno es británico, pero ni en la estación de autobuses se atisba un solo cartel- para darle un sabor más universal a su propuesta. La única patria de estos rebeldes con causa es la del final de la adolescencia. No es casualidad que el destino del viaje sea el mar, esa última estación del río, símbolo de transformación y renacimiento. Truffaut lo sabía; Jonathan Entwistle también.
Como buena road-movie, hay muchos más ecos en juego. Natural Born Killers y Amor a quemarropa son los más resultones, como explica el amigo Álex. Sin embargo, desde esa machacona voz en off huérfana y dolorida yo siempre quería acordarme de los inadaptados de Badlands. Aquel baile de Molly y Kit y este de Alyssa y James. Sí, el amor es extraño.
Tan extraño como el de esta pareja de adolescentes incomprendidos (redundancia). Un amor a la fuga que se embosca en rabia adolescente, chavales pirados, sexo sin sentido y familias disfuncionales para acabar regalando una historia de amor tan simple como antigua: la del sacrificio por el otro. Ahí está el milagro de The End of the F***ing World: transformar la sociedad utilitarista que forman Alyssa y James -mediante la clásica metáfora del viaje como crecimiento, tan vieja como Homero- en una relación profunda y desinteresada. Por eso uno descarta el cuchillo y la otra el ansia ninfómana, porque ambos se han reconocido en el otro. Una simbiosis que debe mucho al carisma de los dos jóvenes actores. Jessica Barden con su dulzura malhablada, sus pecas y sus ojos azules, ideales para atisbar la fragilidad de alguien que, simplemente, no encaja en el mundo. La media naranja que es Alex Lawther también supone un acierto mayúsculo de cásting: debilucho, apático, capaz de proyectar esa mirada a medio camino entre el consumidor compulsivo de trankimazin y el coleccionista de revistas de fusiles de asalto. La química entre ambos resulta asombrosa en su rareza.
Pero no solo de actores vive la televisión. En el éxito de la serie tiene mucho de culpa su devaneo estético. ¡Qué acertado equilibrio entre fondo y forma! Le pillamos el sentido a esa fotografía nublada que se ilumina conforme nos acercamos a la costa, no nos molesta su énfasis en el empleo de la cámara lenta, nos cautiva su libertad para trazar breves flashbacks a la infancia, como si fueran viñetas del cómic original, y empatizamos con James mediante esa iterativa presencia de planos que se repiten una y otra vez, unos breves segundos, para recordarnos su mentalidad obsesiva. Pero, sobre todo, es imposible hablar de The End of the F***ing World sin detenerse en su banda sonora, tan de balada francesa femenina, vintage, tierna, despegada, hipster. ¡Cómo no iba a terminar con Skeeter Davies cantando The End of the World!
¿Por qué sigue brillando el sol?
¿Por qué el mar se apresura hasta la orilla?
¿No saben qué es el fin del mundo
porque ya no me amas?
Pero ni la melancolía de la canción ni la poderosa fuerza del conmovedor final pueden esconder la evidencia: que The End of the F***ing World es una serie que adora a sus personajes hasta redimirlos por completo. Que la redención viene por y para el otro: por eso siguen cantando los pájaros y las estrellas brillan allá arriba. Y que quizá el mundo termine aquí, de acuerdo, pero lo hará no con un estallido, sino con un lamento.
Cenando junto a quienes más quieres.
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