A diferencia de su papá, Better Call Saul nunca ha sido una serie cabalgada por la adrenalina. Es una historia que va al paso, trotando en la sugerencia y abrevando en conversaciones, agendas ocultas y, sobre todo, transformaciones a fuego lento. Como dice Peter Gould, el creador, “como todo en esta serie, estamos fascinados con el proceso”. No obstante, consciente de su ritmo moroso, jamás me había ocurrido lo de esta cuarta temporada: cruzarme con el bostezo. Quizá haya influido la forma de consumirla: de un tirón, en lugar de mediante la cita semanal. El caso es que ha habido un personaje y una trama que me han dejado sensación de relleno: Nacho Varga con su narrativa guadianesca y la construcción del superlaboratorio. Ambos me tentaban para pulsar el fast-forward, un pecado en estas épocas de sobredosis en la oferta televisiva.
La falta de unidad estructural es un rasgo de Better Call Saul desde sus inicios, siempre dislocada entre Mike y Jimmy, dos satélites condenados a orbitar. Además, la gracia (¿o el problema?) de Better Call Saul es que su perímetro narrativo está muy marcado (*). Esto es una crónica de lo inevitable. Conocemos el destino de Jimmy, que se nos recuerda no solo en los blancos y negros atestados de paranoia, sino también en esos flash-forwards a su oficina de Breaking Bad (“Quite a Ride“, 4.5.). Y también sabemos que Mike se convertirá en el sicario más frío y eficaz de Gus Fring. La serie, simplemente, ilustra los porqués. Y ahí es donde emergen ciertos problemas. Entraba dentro de la lógica narrativa y dramática tener que deshacerse de un personaje tan jugoso como Chuck, puesto que él era al mismo tiempo causa y tapón para Saul Goodman. Su presencia ha planeado con inteligencia durante toda la cuarta temporada, pero se ha echado de menos esa gravitas enfermiza que el excepcional Michael McKean transmitía a cada escena y el enfrentamiento bíblico entre hermanos. Por una razón similar, lloraremos el momento en el que Kim Wexler, el personaje que más y mejor ha crecido en la serie, deje de engañarse sobre el monstruo que ha creado y decida borrarse (o decidan borrarla) del mapa McGill.
(*) ¡Tanto que hasta en su día, al presentar a Saul Goodman donde Walter y Jesse (2.8.), el picaplietos ya citaba a Lalo, Nacho y el cártel!
Los momentos más entretenidos de la serie son los que nos presentan a la parejita haciendo el amor que más disfrutan: el del timo. Pero hasta el engaño tiene el mismo límite que el matrimonio: la fidelidad. La sorpresa de Rhea Sheehorn cuando descubre que el “insincero” Jimmy también la ha usado como cebo del tocomocho ante el cómite de abogados, ay, ese gesto bien vale un Emmy. ¿Qué esperaba? Ella mismo ha estado alimentando a la bestia. Claro, la naturaleza humana es mucho más compleja que una disección psicológica, puesto que entran en juego los zumos mañaneros, las películas al anochecer o la rabia cuando ves cómo llaman perdedor a la persona que quieres. Por eso Kim no pudo ver que ella también estaba haciendo el primo en la jugada de Jimmy; por eso Better Call Saul logra construir personajes tan auténticos. Su contradicción no es más que un espejo de nuestras miserias. Gould y cía se dedican a diseccionar el proceso de cambio con paciencia de naturalistas, alumbrando paradojas irresolubles, como la de un hombre que para poder ser auténtico ha de fingir autenticidad. La psicología de Saul Goodman es un puñetero callejón sin salida…
Como acaba siendo la de Mike, un tipo con un sentido espartano de la profesionalidad. A pesar del relleno alemán, es de justicia reconocer que la clausura de la (fallida) construcción del superlaboratorio ha resultado emocionalmente devastadora. Por eso, en parte, el último tercio de esta temporada de Better Call Saul ha funcionado tan bien. El relato la emprende al galope y en la carrera hasta la meta emergen purasangres tan correosos como el carismático Lalo (que ojalá siga mucho en la serie, dada la tradicional cara de palo del clan Salamanca) y dilemas clásicos como el de las medidas a medias o completas. A Mike lo queremos tanto precisamente por su moralidad samurái. Pero en él late otra de las paradojas de la historia: para poder escapar del dolor de la muerte de Matty ha de volver al cemento, a pisar tierra firme, esa extraña metáfora del inicio del 4.4. No, él no quiere dar ni darse pena. Es un hombre de acción. Sus códigos son severos y es el mejor en su trabajo, como demuestra una y otra vez. Pero esa lógica está condenada a caminar sobre el precipicio. Como sabemos por Breaking Bad, las “half-measures” están condenadas al abismo, como le ocurrirá al propio Mike. Por eso resulta tan devastador el tiro -rodado en plano general con una elegancia japonesa- al pobre Werner: porque todos sabemos -el propio Werner el primero- que es la única solución posible. Guatemala o guatepeor. Mi pellejo o el tuyo.
Así, la temporada, remolona en sus primeros compases, acaba pegando un par de brincos. Jimmy ha logrado engañar a todo el mundo, esa peña que, como le espeta a la chica de la beca, siempre querrán definirle por un error que cometió. Se equivoca, claro: Kim está enamorada de él también por sus errores. Pero el orgullo herido no le deja ver la realidad. Mike, por su parte, se ha engañado a sí mismo, pensando que su moralidad puede tomarse pausas profesionales; el bien mayor. ¡Mentiras! Mentiras que cuentan y se cuentan para escapar de la mediocridad, la culpa y el vacío. Trágicas huidas hacia adelante. Porque ya lo advertía el proverbio judío: “Con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver”.
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