Daniel: El lugar donde estaba no tenía ventanas, solo unas gruesas paredes rodeadas por paredes más gruesas. Así que nunca sabía si estaba lloviendo ni podía escuchar ni siquiera el trueno más fuerte.
Tawney: Eso es tan triste.
Daniel: No es tan malo como suena porque no percibía las cosas de manera normal; no las extrañé. Si no podía sentirlas, no eran reales para mí.
Tawney: ¿Qué era real para ti, Daniel?
Daniel: El tiempo entre los segundos.
En una de las más bellas escenas de la emocional y estupenda Rectify (Sundance Channel, 2013-16), su protagonista habla de cómo pasaba el tiempo en el corredor de la muerte. Esa eternidad que transmite “el tiempo entre los segundos” constituye, también, una declaración estética. Rectify habita el panteón de series que trabajan la calma, el ritmo moroso, la cadencia glacial.
En la explosión de propuestas que trajo la Tercera Edad Dorada de la Televisión destacaban, por ejemplo, el frenético “walk-and-talk” de Sorkin, donde los diálogos se pisaban unos a otros en una carrera screwball hacia la inteligencia política. O la adrenalina sin tregua del Jack Bauer de 24, ese Atlas que soportaba la salvación del mundo sobre sus hombros. O la aspereza vitaminada y sucia de The Shield, limpiando las calles más conflictivas de Los Ángeles. Sin embargo, ya en esos primeros momentos de despegue hacia la excelencia, la serialidad televisiva mostró las posibilidades de un paso más tranquilo. The Wire emergería como el gran precursor: un solo caso por temporada, una mirada naturalista de “espejo al borde del camino” y una mirada casi etnográfica, donde el tiempo muerto es tan relevante como la acción.
Desde entonces, una de las ramas más sofisticadas –y, por tanto, amada por la crítica profesional– de la teleserialidad ha sido la de la televisión a fuego lento. Relatos donde el proceso es más relevante que el resultado, en los que el viaje se impone a la meta y a los que parece excitarles el cómo antes que el qué. Mad Men podría ser el paradigma de esta “slow TV”. La peripecia dramática de los ejecutivos de Madison Avenue capitaneados por el enigmático y siempre elegante Don Draper podría resumirse en unos pocos folios. Uno diría que pasan pocas cosas y, sin embargo, pasan muchísimas. Porque Mad Men se caracterizó por ser una serie sutil, acumulativa, que cala en el espectador suavemente, gota a gota. Lo relevante de toda una secuencia aparentemente inane puede radicar en un gesto mínimo o en un primer plano sostenido durante diez segundos. Lo importante, por redondearlo con la rumba de un tuit, es que la serie de Weiner desechó la “retórica de la acción” para apostar por una “estética de la reacción”. Es decir, Mad Men estableció una temporalidad que dilataba la duración diegética, presentando las acciones antes de que comenzaran y aguantando la cámara una vez que ya hubieran terminado.
Una importancia similar en el afianzamiento de la slow-TV tuvo In Treatment, el drama psiquiátrico que la HBO adaptó de la televisión israelí. Una serie donde cada capítulo tiene solo a dos o tres personajes encerrados en una habitación. Conversando con calma. Mirándose detenidamente. A ratos, escuchando el silencio. In Treatment fue un western de sentimientos. Dos personas, un diálogo. El psiquiatra Paul Weston cabalga con sus pacientes por los territorios de la intimidad y se enfrenta a sus traumas y sus heridas. Cara a cara. Alargando el tiempo, al igual que en los duelos, e intentando poner orden en el caos, como en cualquiera del Oeste.
Quizá esta tendencia sea una reacción artística ante el maratoneo de series o un intento por reivindicar la capacidad estética de un medio tradicionalmente asociado a la baja cultura. El caso es que la tendencia “slow” asoma en muchos ámbitos, como la slow-food, el turismo lento, la fotografía contemplativa o, incluso, la telerrealidad pausada: programas noruegos o australianos que, durante días, exhiben sosegadamente los paisajes de un viaje en tren o en barco en los que, literalmente, no ocurre nada.
Las series de televisión, incluso en la era de Netflix y Amazon, aún conservan la necesidad de contar historias -¡el conflicto!- como su motor dramático esencial. La enervante calma chicha del episodio de la mosca en Breaking Bad, la larga conversación de bar en Horace and Pete, el detallismo offside de Better Call Saul, la belleza del movimiento equino y las apuestas en Luck, el disfrute sublime del misterioso paisaje alpino en Les Revenants o de la amenazante naturaleza neozelandesa en Top of the Lake, la glaciaridad –en ritmo y en atmósfera– de buena parte del Nordic Noir atestiguan que algo se mueve en la televisión contemporánea. Que algo se mueve, también, muuuyy despacio… hasta poder escuchar el tiempo entre los segundos.
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