(Habrá espoilers en la reseña)
Aquí la marmota se tiene que levantar al son de Harry Nilson, no al de Sonny & Cher. Una y otra vez, una y otra, una y otra. Hasta el mareo. Porque a Nadia aún le quedan muchos pitillos por trajinar. Sus 36 inviernos, a pesar del aristohippismo neoyorquino, no se pueden pesar en humo; esto no es un relato de Paul Auster. El humo, ah, esa metáfora. Porros de ketamina para fumarse la tristeza y caladas de nicotina para huir del yo.
Precisamente al abonar el campo metafórico es cuando el aroma de Russian Doll se inhala con adicción, dejando un regusto sensible y compacto. Es decir, que los poetas irredentos que flirtean con el bable deberían saber que esto no es Westworld: hay método en la aparente fumada de Poehler, Lyonne y Headland. Al final de Russian Doll no existe el botón de “reset”: ahí está la gracia… y el dolor.
Por eso, si brincamos desde el humo de la identidad hasta el simbólico título de la serie, nos encontramos con esas muñecas rusas –emblemas de la fertilidad– que vas abriendo para descubrir una réplica cada vez más pequeña. Como una cebolla. Como cualquier artefacto serial que combina repetición y diferencia. La simbiosis entre trama y título anda tan bien centrada que solo hay que empujar el balón a gol. La Nadia atrapada en el tiempo, que regresa sin cesar a la casilla de salida, ofrece el paralelismo más nítido: nos encontramos al mismo personaje pendenciero una y otra vez, con su voz de bebedor de carajillo y su actitud de me-importa-todo-un-huevo. Pero, claro, esto no es una inteligente y optimista comedia de los noventa, sino una inteligente y amarga reflexión sobre el trauma y la soledad. La risa se nos va helando conforme avanza la historia y el escenario se vacía. Aquí ronda más Sísifo que Punxsutawney Phil: Russian Doll, aunque se embosque en realismo mágico, sutil simbolismo judío y sátira de clase, es una tragedia. Una feroz lucha contra lo imposible.
De hecho, el relato, como sugiere la metáfora del título, nos va desgranando las capas de Nadia hasta su yo más jodido: aquella infancia de maternidad psiquiátrica, cristales rotos y sandías obsesivas (todos ellos, a su vez, símbolos de los que se puede sacar mucho jugo). Cada repetición es una nueva pieza de la matrioska hasta llegar a la definitiva: la de la primera herida. Ahí, precisamente ahí es donde toca hacer las paces con uno mismo. O eso o condenarse a vomitar sangre.
(Ilustración de Javier Ezcurra)
En ese punto de “reconocimiento” de uno mismo es donde la metáfora rusa expande sus posibilidades. Nadia es un personaje que proyecta su vida en diversos avatares: el escape a través de las drogas, el cinismo como forma de vida o los videojuegos que diseña. Todo máscaras. Por eso resulta crucial el ensanche que Alan le insufla al relato a partir del cuarto capítulo. Un tipo obsesivo, suicida, derrotado. Si el arco argumental de Nadia tiene que ver con suturar sus brechas infantiles antes de diñarla, Alan necesita dejar de mirarse el ombligo mientras recita esos versos autoindulgentes del “no hay extensión más grande que mi herida”. En la dinámica que se genera entre este par de falsos outsiders posmodernos –la cínica y el llorón, es decir, el rebelde de salón y la víctima profesional– Russian Doll opta, sorprendentemente, por la redención. La deliciosa melodía de cierre –alegre y vitalista en su ritmo, demoledora en su letra– refuerza la liberación de los personajes. Es la aceptación con mayúsculas: “Sí. Dije que todo estaba bien. No olvidaré todas las veces que te he esperado pacientemente. Y tú harás simplemente lo que elijas hacer… y yo estaré solo de nuevo esta noche, cariño”.
Al igual que los juegos que diseña Nadia y cuyos niveles intentan pasarse los personajes, el mensaje de fondo de la serie tiene que ver con el libre albedrío. Ser miserable es una opción. Quedarte atascado en una pantalla no es un defecto del juego, sino una derrota del jugador. Puede parecer simplón, pero a veces las verdades más esenciales son invisibles a los ojos, que diría el principito. La salvación está en el Otro; la ruptura del bucle necesita salir del yo. Por eso la sensacional y emotiva season finale se titula “Ariadne“: la princesa del laberinto, la que ayudó a Teseo a derrotar al Minotauro. No obstante, la verdadera victoria del hilo de Ariadna fue la de rescatar a Teseo de sí mismo, es decir, de perecer en el laberinto. Desandar el camino andado. Llegar hasta la primera muñeca.
Los protagonistas de Russian Doll van quitándose capas, limpiándose el maquillaje existencial. Han encontrado la salida del laberinto y, de entre todas las opciones, han escogido. El mero hecho de elegir libera. Sana. La fruta ya no está podrida, los peces han regresado a la pecera y Oatmeal al regazo. El pasado es digerible. Las líneas temporales se fusionan mientras vemos alejarse, de espaldas, a dos figuras pelirrojas con andares toscos. Sin embargo, no, no es un final feliz. O no del todo feliz. La plenitud y el perdón tienen un precio; todo videojuego alcanza su meta y todo relato su “the end”.
El final es la muerte.
Esa danza macabra en la soberbia secuencia de cierre también cabalga sobre la metáfora y la paradoja. Los sin-techo bailotean alegres intentando conjurar al señor de la guadaña, ese al que tantas veces han burlado Nadia y Alan. Russian Doll es un relato humanista y luminoso, pero al que siempre le aguarda, agazapada, la gran tragedia de la existencia para los no-creyentes: que por muchas batallas que ganen, saben que la guerra siempre, siempre estará perdida.
(Créditos: Vulture)
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