Aquellos ocho episodios -emocionantes, infartados, trágicos- han sido de los mejores tramos que ha parido la serialidad reciente, por lo que El camino no era una secuela necesaria (si nos ponemos puntillosos, ¿alguna lo es?). No obstante, calificar de “necesidad” algo tan lúdico como una serie de televisión se antoja una grandilocuencia. Pero es el pasto donde juega la crítica, ese rondo perpetuo. Se ha escrito, con razón, que El camino es un regalico para los fans de Breaking Bad: sus huevos de pascua, sus cameos, sus agujeros ahora cementados… Excusas para volver a oler el aroma trágico de aquella delicia que nos cortó la respiración y nos partió el alma.
Porque esta secuela es, ante todo, puro reciclaje afectivo. Para mí, amante de la elipsis, aquel liberador grito de Jesse -entre el alivio histérico y la incredulidad desolada- me bastaba para certificar su clausura, no solo narrativa, sino también emocional. ¡El último duelo de miradas con Walter significaba tanto sin pronunciar una sola palabra! El camino, ay, ciega nuestra imaginación al fijar lo que intuíamos: Jesse sobrevive, sale adelante y lidia, como puede, con la culpa por haberse dejado llevar.
Es ese último sueño, aún ebrios de Georgia O’Keefee, en el que Jane se rebela contra su propia estupidez, la de arrastrarse al son de los caprichos del oleaje: “Es una filosofía horrible. Toda mi vida he ido a donde me ha llevado el universo. Es mejor decidir por uno mismo”. La astrología frente a la astronomía. La implacable causalidad de la química frente a los magufos new age. La libertad para el bien… y para el mal. De hecho, la película ya abría con el mismo mensaje, empleando la voz de gaznate de legionario de Mike Ehrmantraut: “Solo tú puedes decidir lo que es mejor para ti, Jesse“. Que la gran tragedia de Jesse Pinkman fue la de dejarse embaucar por el diabólico embrujo de Walter White no constituye una novedad. La metástasis era otra y lo sabíamos desde la segunda temporada. Por eso, El camino no aporta nada realmente original a las aristas del personaje: el atormentado Pinkman, un hombre decente que dio un mal paso.
De Alaska–Mike a Alaska–Ed; de un primer plano huyendo a otro plano medio huyendo, de la noche al día, del llanto a la serenidad, del calor neomexicano al hielo de la promesa del Norte. Espejos invertidos, con las cicatrices, siempre, como amuletos contra el olvido. La circularidad textual y visual del relato ejerce, además, de metáfora narrativa: la película caracolea alrededor de un mito, el de la serie que con mayor rotundidad aunó el fervor de crítica y público.
Pero El camino, a diferencia del spin-off Better Call Saul, no aporta nada significativamente fresco. Transita las mismas rutas, trafica conflictos dramáticos ya gastados y da vueltas sobre el crimen y sus efectos sobre la conciencia. De nuevo, Mike, ese samurái, responde con melancolía al afán de Jesse por “enmendar las cosas” tras su huida: “No. Lo siento, hijo. Eso es lo único que no se puede hacer”. Crimen y castigo. No en vano, Breaking Bad siempre fue una serie gravemente moral; El camino se limita a extender la factura. Porque, incluso sin haberlo contemplado, ya sabíamos que el destino de Jesse era la redención. Así de terrible y hermoso fue su final en “Felina“.
Sin embargo, que El camino resulte redundante no resta validez a sus numerosos méritos estéticos. Al inmenso placer del puzzle intratextual -¿todo el mundo atisbó las perturbadoras figuritas del globo de nieve? ¿Y el remozado “Pollos Hermanos”?- hay que sumarle un par de secuencias visualmente brillantes, como la frenética búsqueda cenital de Jesse o el duelo a doble fuego, con trampa y cartón. Esa ironía milimétrica de que una pistola nazi acabé con los últimos rastros de los supremacistas… Gilligan siempre ha tenido un estupendo sentido de la tensión en espacios cerrados.
Aún así, la escena clave de El Camino sucede bajo un sol abrasador y se condensa en una renuncia. La gravitas de Jesse no puede competir con la de Walter y el ingenio ante la adversidad del aprendiz siempre anduvo a años luz del maestro. No obstante, los dos mayores abismos entre Pinkman y Mr. White siempre fueron el orgullo y la culpa. “Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes: ¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!”. La destrucción moral y física de Jesse queda retratada a la perfección en el flashback con Todd. Oh, Si esto es un hombre.
Resulta inquietamente divertido regresar a la viscosidad de Todd Alquist, con su camaradería al volante, tarareando canciones y gesticulando a los camioneros, como quien conduce a la familia ideal hacia un finde de cámping. Esa frialdad casi infantil para justificar por qué tuvo que ejecutar a la casera o ese nihilismo tarántulo. Y, aun con todo, lo más espeluznante es asistir a su dominio absoluto sobre una voluntad hundida: Jesse le entrega el arma… ¡y Todd le abraza! Como explicaba Freud, lo siniestro aparece cuando lo cercano y familiar abraza matices extraños, abominables. Gilligan lo sabe: un Todd paternal, un hombro sobre el que llorar. El triunfo de la voluntad en Estocolmo o la telepatía nazi en Albuquerque.
En esos pequeños destellos dramáticos es donde El Camino mejor funciona. En la lealtad canina de Skinny Pete, en los estrictos códigos profesionales –Howard Hawks, Richard Brooks– del hombre de las aspiradoras, en la carta al pobre Brock o, incluso, en el tierno regreso del profesor y el alumno. Es un reencuentro inesperado, preñado por la nostalgia de que aún, entonces, tras “cuatro días fuera”, las cosas pudieron haber ocurrido de otra manera. Pero ocurrieron así. La belleza también puede nacer de la pérdida y lo doloroso de ese desayuno de nuestros héroes es que la puñetera mosca aún no revoloteaba por allí: “Skyler y Holly estaban en otra habitación. Podía oírlas por el monitor cuida-bebés. Ella estaba cantando una nana. ¡Si hubiera vivido justo hasta ese momento y ni un segundo más! Habría sido perfecto (…) Solo digo que he vivido demasiado” (3.10.). ¡Qué contraste entre esa cafetería risueña de El Camino y la que frecuentará Walter para su 52 cumpleaños! No en vano la química es el “estudio del cambio” y el cáncer es la invasión agresiva y maligna de células sanas.
Que Walter viviera demasiado y sobreviviera a los esputos de El Camino nos regaló un placer seriéfilo sin parangón. Cuatro años más de vértigo cosidos con maestría y ambición. Para bien y para mal, no es necesario que la vida imite al arte; también es sano enterrar a nuestros personajes más queridos, despidiéndolos para siempre. Así fue la rosa. Yo preferiría que no la tocaran más. Porque en esta era de serialidad desbocada y permanente, la mayor victoria artística pertenecerá a quienes sepan poner punto final a sus historias.
Flames
Basta que menciones EL CAMINO para que la acabe viendo….. pero creo que me pasará como con DEADWOOD (la película): acabo de empezar a verla y creo que va a ser “un epílogo redundante”; ya estoy teniendo esa sensación.
No fue así con FIREFLY a la que “caparon” cancelándola y cuya película disfruté muchísimo y además lograron cerrar dignamente la serie.