Joxian: Primero Joxe Mari y ahora esto.
Miren: No es lo mismo. Mi hijo jugándose la vida por Euskal Herria y esta gentuza que no para de explotar al pueblo. Pues donde las dan, las toman.
Joxian: ¿Gentuza? ¡Si ayer mismo estuviste tomando café con ella!
Miren: Ayer era ayer; hoy es otro día. Ya no hay amistad. Vete haciéndote a la idea.
Joxian: Ya, pero, tantos años, ¿no te da pena?
Miren: A mí me da pena Euskal Herria. Y mi hijo.
En la penúltima escena del tercer capítulo de Patria, el matrimonio mantiene esa exagerada conversación por la que el realismo derrapa. Los problemas de verosimilitud y equilibrio dramático que se advertían en los dos primeros episodios — en especial con Miren — no terminan de enmendarse. Se agravan. Esta transformación súbita: “Ayer era ayer; hoy es otro día”. Un arco de transformación recorrido al ritmo de Usain Bolt. El perro de Pavlov hecho conflicto dramático: veo unas pintadas → te odio. Sí, por supuesto, está la huida de Joxe Mari y el registro policial, pero hay que sembrar mucho más audiovisualmente hablando para que el odio cotidiano resulte más creíble: miradas de sospecha, gestos sutiles de desprecio, increpaciones en voz baja, leves enfados entre café y café, un alzar la voz por teléfono… ¡Algo que nos evite la transición supersónica entre el churro compartido por la tarde y el escupitajo de silencio a la mañana siguiente! Esa cena en el salón encapsula la dificultad por retratar el mal. Porque si se te va la mano desembocas en el villano de opereta. Y la grandeza a la que aspira Patria — y ya dijimos que supone una tarea dificilísima — es la del matiz.
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