¡Ay, qué desastre!
Muchas de las pegas de Patria que he ido señalando durante estas semanas alcanzan su cenit en esta séptima entrega, la más floja — por maniquea, por redundante— de todas las emitidas. En una serie a la que le está costando alcanzar la sutileza narrativa, esta última hora sobresale por gritar sus mensajes de fondo a pleno pulmón. Predomina una telenovelesca falta de matiz y una recargada y remarcada literalidad.
Saquemos, en primer lugar, el hueso al aire: la representación que se hace de la policía. Hay muchas historias por contar del drama del terrorismo — sin ir más lejos, Amazon acaba de estrenar una ambiciosa docuserie — y Aitor Gabilondo y su equipo han decidido contar esta: la de dos familias en un trasunto del Goierri. Con sus grises y sus pentimentos, una historia de víctimas y verdugos que se entrecruzan como una enredadera afectiva y moral. Huelga decirlo: quien desee relatar otras historias, que se zambulla en la titánica tarea de la escritura de guión y en la producción de una serie para poner el foco donde le dé la gana. Como he argumentado otras veces, las ficciones no tienen por qué respetar cuotas — ideológicas, identitarias — ni pasar la prueba del algodón fáctico. Que se lo pregunten al bastardo Tarantino.
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