Hace ya unos meses, cuando se conmemoraba el cuarto de siglo del comienzo de una de las series más populares de la historia, no era raro encontrar en los medios anglosajones reportajes zurrándole a Friends. Hasta parte de los propios creadores y actores se sumaron a la autoflagelación. David Schwimmer llegó a sugerir un reboot de la serie con un casting completamente afroamericano o asiático, por ejemplo. Pero quizá el bofetón más sonoro fue el acto de contrición de su cocreadora, Marta Kauffman, en The Wrap: “Yo era parte del racismo sistémico. Asumo toda la responsabilidad por eso, era tan ignorante que no vi mi comportamiento. Nunca me consideré racista, ¿sabes? Pensé que era ese tipo de persona que aceptaba a todos y creía en las cosas humanitarias y el humanismo”.
Es un asunto, como tantos otros, apasionante, que ha cobrado más fuerza en los últimos años, con el auge de las políticas identitarias. Hay muchas variantes y matices en este tema, que discurren, por citar un par de casos polémicos recientes, desde los criterios para optar a los Oscar hasta el asesoramiento en diversidad de Ficcial. Las acusaciones de racismo a Friends parten de dos cuestiones tan interesantes como sanamente discutibles: qué es racismo y por qué el arte — o el entretenimiento, para el caso es irrelevante — ha de empeñarse en reflejar el mundo siguiendo parámetros raciales (o sexuales o religiosos o lo que sea).
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