El ajedrez es estrategia. Resistencia. Perseverancia. Pero, también, el ajedrez es imaginación, como clamaba David Bronstein, el Gran Maestro soviético de la posguerra. En este deporte de mesa que puede contener tantas alegorías de la vida (y de la muerte), el gambito es una apertura habitual en la que se inmola una pieza ahora para obtener una ventaja después. La deliciosa The Queen’s Gambit ilustra esa metáfora: los sacrificios de Elizabeth Harmon —sus aprendizajes, sus dudas, sus caídas— para alzarse con la victoria de su propia vida.
Con su rostro anguloso y sus bellos ojos —grandes y ligeramente más separados de lo normal—, Anya Taylor-Joy condensa todo el duende que esconde The Queen’s Gambit. En ella radica el mayor portento de esta delicia de Netflix. La historia de Beth es un trasunto de la de Bobby Fischer, aquel genio precoz del ajedrez que dejó al mundo boquiabierto en los sesenta. Fischer ejemplifica la tragedia del superdotado: una inteligencia demasiado excelsa como para sobrevivir a la cotidianidad. Un sacrificio con derrota final. Lo que en Beth son las adicciones, en Fischer eran los problemas mentales. Quizá por eso The Queen’s Gambit deja tan buen sabor de boca: Beth se venga dulcemente de la historia y esta vez el genio gana, aunque sea por tablas y sin sol, en la mañana moscovita.
Porque lo apasionante de su personaje es la contradicción andante que representa. Su penosa existencia se sostiene con una pasión desbordante y obsesiva (el ajedrez) y unos medios para purificarla (las pastillas, el alcohol, las adicciones en general). El primer episodio de la serie logra una empatía total del espectador con esa pobre zagalica a la que la vida salió cruz. Sin embargo, en uno de los logros del relato, jamás se respira mala leche, ni penurias dickensianas ni autocompasión victimista. Beth, con sus grises, siempre está dispuesta a pelear, a salir adelante, a ingeniárselas para superarse. The Queen’s Gambit es la crónica de su batalla.
Para alcanzar la victoria de sus escaramuzas, la serie cuenta con una munición visual apabullante. Es, básicamente, una propuesta elegante, suntuosa a ratos, que cristaliza en simetría, patrones y capas visuales de profundidad. No solo por un cuidadísimo diseño de producción que huele a años setenta en cada plano —desde las estancias del orfanato hasta la vistosidad de los papeles de pared en su hogar de Kentucky, pasando por la selecta evolución del vestuario de Beth—, sino también por el jugueteo onírico entre realidad e imaginación, las secuencias de montaje y la composición, tan plástica, dentro del plano. Compensa detener la imagen durante las partidas de ajedrez para deleitarse con la arquitectura visual de esos rostros que se arremolinan ante el tablero, siempre con sorpresa y admiración.
Es uno de los hallazgos de puesta en escena: Scott Frank (Godless) logra insuflar a las partidas un aire épico sin dejar de lado una visualidad masticable, opulenta. Que un deporte tan estático y lento como el ajedrez logre transmitir al espectador la electricidad del drama, del suspense y, por qué no admitirlo, de la belleza, es un gol por toda la escuadra. Para ello, Frank se sirve no solo del duelo de primeros planos de los jugadores, planos cenitales del tablero o trucos de montaje para acelerar la evolución de las piezas, sino también de una estética de la reacción (los espectadores in situ) y hasta de un comentarista que nos va traduciendo los movimientos para predisponer nuestra emoción y marcarnos el ritmo.
Se trata de intensificar el interior de una partida aportando detalles de lo que ocurre en sus alrededores, acudiendo a diferentes mecanismos estéticos en cada partida. No hay un patrón estilístico único, sino heterogeneidad y dinamismo. Unas veces serán movimientos de grúa que van del tablero al primer piso, otras veces vendrá un travelling de retroceso que nos deja a la protagonista en gran plano general obnubilada con la partida y en las de más allá caerá una iluminación expresionista grabada desde arriba o en contraluz. Decenas de variantes enlazadas por un cordón umbilical: el primer plano —pensativo, abrumado, confiado— de la excepcional Anya Taylor-Joy. Aguarda un fascinante ensayo audiovisual a quien quiera, simplemente, empalmar todos los planos cortos de Beth ante un tablero; de momento, podemos solazarnos con este.
Con todo, no es en la estilizada forma donde The Queen’s Gambit más despunta, sino en el dibujo de los personajes. Elizabeth Harmon es la fuerza tractora de la serie. Su presentación es significativa, aunque algo tramposa. El flash-forward resacoso inicial carece de énfasis narrativo, puesto que adelanta un momento trivial en la carrera de Harmon. Sin embargo, esa primera escena francesa sirve para adelantar su talón de Aquiles emocional: una tendencia autodestructiva. Esa es la verdadera partida que disputa Beth durante siete episodios y una vida: contra sí misma. Y ahí es donde el estupendo primer episodio —partiendo de un acierto de cásting— realiza una labor admirable dibujando los blancos y negros del tablero dramático. Esa iluminación grisácea donde destella el pelirrojo de la joven Isla Johnson. Esa existencia triste donde el refugio anida en las imaginaciones dibujadas en el techo. Beth ha sido rechazada de la vida y tanto el ajedrez como las pastillas serán su manera de conjurar esa expulsión. Por eso se agarra a ambas con tanta fuerza: le recuerdan que está viva. Que es ahí —ante el tablero o en el viaje psicotrópico— donde puede ostentar todo el control y olvidarse de las penurias de esa existencia de la que hasta su madre la ha impugnado.
Ahí llega el contraste que hace de The Queen’s Gambit un relato tan cautivador. A pesar de sus intentos de evasión (autodestructivos, al fin y al cabo), Beth acaba rodeándose de gente que la quiere, que la ayuda, que la anima, que la hace ser mejor. Es una historia que reivindica la bondad y la redención. Es decir, ella se empeña en huir de aquí mientras que son muchos los que tratan de reconciliarla con el mundo. Desde el siempre genial Bill Camp hasta ese enamoradizo Beltik, desde el chuloputas de Benny Watts hasta Townes, el amor que, ay, no pudo ser, Beth anda siempre rodeada de personas que se afanan sinceramente en ayudarla. Peña que sufre con sus derrotas y vibra con sus victorias. También su madrastra, sí. La relación entre ambas es una de las propuestas más estimulantes de la serie, precisamente por lo que tiene de espejo. De reconocimiento. Las adicciones (el alcohol, las pastillas), el rechazo vital (del marido, de los padres) e incluso el símbolo artístico que permite sus escapes (el piano, el tablero de ajedrez). Es una historia triste atravesada por una luminosidad sutil: ese agarrarse la mano en un coche. Simplemente eso: quererse una a otra tal y como son, con sus grandezas y miserias.
(Fuente: Vulture)
La serie, tras su remedo en madera del Rocky versus Drago, se clausura con un hermoso, majestuoso, movimiento de cámara en el que Beth Harmon recorre —grácil, hermosa, segura de sí— un parque de tableros. No por casualidad viste de blanco, coronada por un gorrito. La dama del título. La primera vez que la pequeña Beth descubre el ajedrez en el piloto, la escena presenta una iluminación opresiva, amarillenta, tenebrosa. Hay un juego de planos y contraplanos. Beth está separada del tablero por unas estanterías. Tras siete episodios, el montaje ha cambiado radicalmente. Son planos largos, de veinte segundos, que acompañan el andar incesante de la campeona. En esa continuidad se encierra el triunfo de nuestra heroína: de jugar en un sótano destartalado a respirar el aire puro del exterior. Del anonimato y el secreto furtivo al baño de multitudes y el reconocimiento. De la constricción de su infancia a la libertad de movimientos que se ha ganado. De la duda y el temor de los ojos de aquella niña, a la confianza y disfrute de esta mirada adulta. Del primer plano de Mr. Shaibel al equivalente de un viejete ruso que se asemeja tanto a su antiguo maestro.
La pequeña Harmon empezó a jugar por curiosidad y hambre intelectual. El ajedrez como mano a la que agarrarse en el naufragio, sí, pero también como una obsesión. En su última escena, sin embargo, Harmon decide jugar por puro placer. Ahí radica en realidad su mayor victoria. Porque por fin se ha dado cuenta de que en el ajedrez, como en la vida, el adversario más peligroso es uno mismo. Tantas partidas después, ha logrado la recompensa a sus sacrificios: dar jaque mate a la tristeza y la soledad. ¿No se nota?
Deja un comentario