El mayor problema de El Cid es el de tener que batirse en duelo con múltiples imaginarios culturales. Por un lado, la serie entronca con una épica histórica medieval que anda codificada en series populares como Vikingos, The Last Kingdom e, incluso, un Juego de tronos por arriba y un Merlín o un Robin Hood por abajo. Por otro, la figura del Campeador ostenta un punto -entre mítico y fundacional- que discurre desde la literatura estudiada en el bachillerato hasta el reciente Sidi de Pérez Reverte, pasando por la efigie egregia de Charlton Heston o aquellos dibujos animados de los ochenta. Semejante cóctel de referentes opera, aunque sea de manera instintiva, en el espectador que se enfrenta a esta nueva serie creada, con mucho arrojo, por José Velasco, Luis Arranz y Adolfo Velasco. Y es relevante airearlos porque tanta congestión intertextual obliga a El Cid a realizar un esfuerzo extra para encontrar su propia identidad narrativa, dramática y estética. Rodrigo Díaz de Vivar también batalla contra prejuicios, expectativas, retazos históricos, encarnaciones previas y ficciones primas.
Y es ahí donde la serie falla al definir su personalidad.
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