La televisión está repleta de conceptos sofisticados. Es un medio maduro, abierto continuamente a la experimentación dentro de los límites comerciales. Por eso extraña que una propuesta tan llamativa como la francesa El colapso no haya tenido muchísimo más recorrido: son solo ocho episodios de apenas veinte minutos rodados en plano-secuencia. Quizá es que la meritoria Filmin aún necesita un mayor volumen de suscriptores, pero chapeau por apuntarse el tanto de traerla. Estos días renace en AMC.
Relatos sobre el fin del mundo los hay a patadas. El catastrofismo es un género fértil. Desde la excusa zombi hasta el desmoronamiento energético, en un clima cultural repleto de Casandras y milenaristas, el fin del mundo tal y como lo conocemos es una semilla dramática siempre apetitosa. El problema es admitir la narrativa apocalíptica como espejo de lo real o reivindicar su vigencia como advertencia para navegantes.
Precisamente por eso —salvo el decepcionante último episodio— El colapso resulta tan apasionante. Es una historia que se olvida de cualquier atisbo moralizante para retratar en carne viva la desesperación de un futuro que ha dejado de existir. Y ahí, justo ahí, es donde el empleo del plano-secuencia adquiere toda su terrible potencia. A efectos prácticos no importa tanto si —como suele ocurrir— la toma ha sido hábilmente troceada. Lo relevante es su capacidad estética para transmitir la tensión de lo implacable: una rueda que no cesa de rodar, arrasando todo lo que pilla. Así, los personajes atrapados en cada capítulo ven acrecentada su sensación de claustrofobia, de fatalidad, de escape imposible. “No hay cortes” equivale a un “no hay salida”. Cada historia pone a hervir un dilema agónico que va calentándose, sin prisa pero sin pausa, hasta estallar.
Más allá de su capacidad simbólica o emocional, el plano-secuencia también nos permite degustar la puesta en escena de manera más intensa. Ya ocurría en ejemplos míticos en la teleficción reciente como Daredevil, Euphoria o la añorada Quarry. Es una herramienta que habilita un extra cognitivo: el preguntarse cómo los creadores son capaces de narrar cada historia sorteando la limitación autoimpuesta. Desde subir la cámara a un avión o bajarla al agua hasta rodar en una central nuclear de noche o exhibir una persecución por los recovecos de un supermercado. Una y otra vez el espectador se maravilla ante la asombrosa capacidad que los creadores —y los directores de fotografía— demuestran para equilibrar la planificación prevista con lo inesperado que se les cuela en tomas tan kilométricas.
La otra virtud que propulsa la potencia desoladora que exhala El colapso también tiene que ver con el formato. Es una historia más cercana a la antología que a la serialidad clásica: cada historia es autónoma, casi independiente. Las cose el avance narrativo —tantos días después del patatús social— y leves relaciones entre algunos personajes, ocasionales allá, protagonistas acá. Pero lo esencial de la forma en la que se nos presenta esta colmena narrativa es que el espectador ha de afanarse en llenar los huecos. Veinte minutos y un solo espacio para mostrar toda una vida necesitan del arte de la sugerencia para resultar eficaces. Como pasaba en aquella Nueve vidas, la economía narrativa se impone en El colapso. Cada detalle adquiere una resonancia narrativa enorme. Así, la audiencia escudriña el camarote para imaginar cómo ha podido sobrevivir esa mujer durante más de cien días sola, encuentra una hermosa historia de complicidades en los dibujos del cristal de una residencia o busca en retazos de conversación enlaces de cómo aquel padre de dos niñas se las ingenió tras salir del atolladero.
(Leves espoilers del último episodio en los dos siguientes párrafos)
Este brillante manejo de la elipsis es lo que hizo que el último episodio supusiera un descenso. La serie funciona de vicio sin necesidad de explorar explícitamente las causas del colapso. La incómoda inquietud política que produce, el temor (¡terror) existencial que transmite se deriva, también, de su comienzo in media res. El espectador se ve lanzado en medio de un cataclismo en marcha del que —plano-secuencia— no puede bajarse. En este planteamiento, regresar a la historia cinco días antes de la hora cero dibuja un borrón, puesto que no aumenta la tensión global ni ofrece un nuevo ángulo de las epopeyas trágicas que se retratan. Además, es el único episodio donde la acción de los personajes suena forzada, poco creíble. Tópica. En favor de los creadores, en todo caso, hay que alabar que escogieran ubicarlo como clausura; es decir, ellos mismos eran conscientes de la potencia de lanzar al espectador con un paracaídas hacia la hecatombe, como hace “El supermercado”.
Aún así, “La emisión” permite —más allá de nuevos cordones umbilicales en la trama— un sugerente dilema que entronca con el corazón de la serie y de su recepción: ¿y si fuera el alarmismo lo que provocó el desastre? ¿Y si extender el miedo y la desconfianza se convirtiera en la mejor forma de obtener una profecía autocumplida?
El gran tema de El colapso es la supervivencia. Hay episodios humanamente demoledores (“La residencia”), psicológicamente turbios (“La aldea”) y artísticamente impecables (“La isla”). Por sus episodios pulula el miedo, la resistencia, la generosidad, la codicia, la desconfianza, la violencia y la solidaridad. ¿Es el hombre “un lobo para el hombre” o, por el contrario, somos seres “buenos por naturaleza”? ¿Quién tenía más razón, Hobbes o Rousseau? Incluso ante el colapso del mundo estamos obligados a regresar a las preguntas eternas, conscientes de la imposibilidad de desentrañar el mayor misterio: el de la naturaleza humana.
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