“He contemplado tanto la belleza / que mi mirada está colmada de ella.” (Konstantin Kavafis)
Nos cautivan las historias televisivas por la complejidad de sus personajes, por una cuajada arquitectura narrativa, por el ingenio con el que nos regatean las expectativas, por la furia de sus denuncias o por lo pinturero de sus tramas. Incluso solemos destacar en tal o cual crítica el atrevimiento técnico de su puesta en escena, desglosando los movimientos de cámara y los choques del montaje. Y, sin embargo, en muchas ocasiones nos olvidamos de la Belleza, con mayúsculas. Esa palpitación ante lo sublime. Ese abandonarnos en la forma, embriagarnos con la textura de la imagen, recorriendo con calma la secreta arqueología que la define.
Emergen aquí palabras y conceptos necesariamente hiperbólicos, que podrían pertenecer a otro tiempo. La contemplación como un fin en sí mismo. El extasiarnos ante la representación de un paisaje. Ver y volver a ver una escena simplemente para solazarnos en su perfección audiovisual. Querer detener el tiempo para instalarse a vivir eternamente en ese plano.
Escribió Stendhal que «la belleza no es sino una promesa de felicidad». Por eso toda belleza siempre implica un dolor anticipado: lo hermoso se acaba, el esplendor se marchita y el temblor asombrado envejece. La plenitud que nos recuerda que somos mortales. Por eso no es casualidad que algunas de las escenas más arrebatadoras de la serialidad contemporánea vayan anudadas a una anticipada sensación de nostalgia. Nostalgia por lo imposible. Es la que baña el último blues de Richard Harrow, imaginando aquella felicidad que siempre le anduvo esquiva. La desnudez de los pájaros que suenan, el triángulo que forma la composición de los personajes ante el hogar. Su rostro completo, el ideal clásico. El espejo entre las columnas de la casa soleada y las de su tumba junto al mar.
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