«Pase lo que pase a continuación, no va a salir como te pensabas», se le escucha susurrar al gran Mike Ehrmantraut en el tráiler de Better Call Saul. Resulta evidente el afán metatextual de la sentencia, puesto que desde la primera escena de la serie –allá por febrero de 2015– contemplamos a un atemorizado Saul Goodman escondiéndose de por vida en un Cinnabon de Nebraska. Es decir, tanto por ese flashforward que esta anti-epopeya sobrevuela cíclicamente como por lo ocurrido en la clausura de la grandiosa Breaking Bad, sabemos de la penosa deserción protagonizada por Saul Goodman. Su miedo inacabable, su cambio de identidad, su despedida del yo, su metamorfosis de alivio cómico a zombi social. Conocemos los hechos brutos y, sin embargo, los creadores atizan la campanilla: «No va a salir como te pensabas». ¡Pin, pin, pin, pin!
Y resulta impepinable. Porque uno de los mayores placeres de Better Call Saul ha sido, en la mejor tradición del noir, acentuar el cómo por encima del qué. Ya sabemos el aciago provenir de muchos de los personajes de ese Nuevo México sacudido por el genio de la metanfetamina azul. Conocer el destino le aporta al relato ese aroma de tragedia griega, de fatum que la acompaña desde sus inicios. Es como si el espectador, empapado del universo Gilligan, contemplara cómo estas criaturas se acercan directas a un precipicio, sin poder avisarles de que, ¡por Dios Santo!, viren el rumbo.
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