La última apuesta española de Netflix (La noche más larga) contiene todos los ingredientes que se le pueden pedir a una ficción escapista de alto voltaje: adrenalina de incendio y balacera, dilemas que intercambian muertos como cromos, acción frenética para ganar tiempo antes de la hora límite, intriga para descubrir la perversa mente conspirativa, cliffhangers para verdaderos escaladores y personajes bien delineados hasta en el nombre (¡qué demonios, ha de haber un Cherokee, un Jeringa y un Pincho en cada Monte Baruca!).
Aunque podría haber ganado en infarto reduciendo el metraje, La noche más larga es, en general, una historia que no se estira: seis capítulos que van directos al grano, en lugar de ocho, diez o trece que habrían arruinado el ritmo. Asimismo, sin olvidar la diversidad racial y sexual que ahora se ha generalizado, los creadores no la emplean para colar un Pisuerga ideológico; no es una serie que pretenda hacernos mejores ciudadanos, sino simplemente una historieta para atornillarnos al sofá y mordernos las uñas. Esto es, un entretenimiento XXL: violento, espectacular, agónico. Adicción narrativa para dormir poquito, presa del “¿por qué no vemos uno más?“.
La premisa de La noche más larga es tan simple como efectiva, bien sintetizada en la sinopsis de los promocionales: “Es Nochebuena. Varios hombres armados rodean la cárcel psiquiátrica de Monte Baruca y cortan las comunicaciones. Su objetivo: capturar al asesino en serie Simón Lago“. Que la historia empiece con las vomitivas “hazañas” del tal Lago (un sensacional Luis Callejo, barnizado de siniestra frialdad lecteriana) ubica al espectador ante el espanto, sí, pero los guionistas son muy hábiles estableciendo pronto contrapesos y callejones sin salida.
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