Betty: “¿Crees que hacerme esto hará del mundo un lugar mejor?”
Elizabeth: “Lo siento, pero sí lo hará”
Betty:“Eso es lo que la gente malvada se dice a sí misma cuando comete actos malvados” (“Do Mail Robots Dream of Electric Sheep?”, 3.9.)
No se trata de pelearnos ahora por Rousseau o Hobbes, sino de bajar la conversación a la arena emocional: actuamos pensando que nuestros actos son buenos, justos o necesarios. Hay muchas razones de índole moral para actuar así, pero también una puramente psicológica: necesitamos creer que somos buenas personas para seguir viviendo. Porque, de otra manera, la contradicción entre conciencia y acto nos arrastraría a la locura.
La magnífica The Americans está empeñada en radiografiar esas tensiones, tan viejas como el hombre y sus violencias, alumbrando todos los ángulos posibles: entre Estado y familia, entre compromiso y ruptura, entre ideales y pragmatismo, entre educación y sometimiento, entre herencia y responsabilidad, entre ideología y fe, entre el yo y el nosotros, entre identidad y máscara, entre intimidad y secreto, entre daño colateral y daño a secas.
Y no, por supuesto, la serie no es tan ingenua ni tan buenista como para pensar que en un mundo complejo (¡vaya redundancia!) las respuestas son maniqueas. Aquí supura mucho Kissinger, faltaría más. De hecho, ni siquiera la respuesta churchilliana del discurso de Reagan, a pesar de la simplificación propagandística necesaria, es buenista. Al contrario: “Si la Historia nos enseña algo, nos enseña que el apaciguamiento decidido o el pensamiento ilusorio sobre nuestros adversarios es un gran error”. Y sí, podemos zurrarle todo lo que queramos a Reagan (esa dolencia tan típicamente europea, como describía el gran Revel), pero hasta esos que con solo mentarlo ya se retuercen como si a un vampiro le enseñaran un crucifijo, han de reconocer que su batalla ideológica y militar fue decisiva para confirmar la derrota de la URSS.
(Espoilers de la tercera temporada a partir de aquí)
Porque ese es el paisaje y porque, no lo olvidemos, empatizamos principalmente con los tripulantes de ese Titanic en cirílico. Un barco al que esta temporada le han empezado a estallar las fugas de agua. Todas las tensiones que citábamos un par de párrafos más arriba llega un momento donde, tarde o temprano, han de desembocar en una decisión, en un acto. Y eso implica el levantamiento de este muro: “La lucha entre lo correcto y lo incorrecto, el bien y el mal”. ¡Ese poderoso -poderosísismo, agónico- último montaje alterno! Una llamada desesperanzada, una revelación de consecuencias incalculables, una confesión personal cortada por una declaración política, unas declaraciones presidenciales que resuenan en la lucha interior de un hombre (Philip) contra sí mismo y que hacen ver a una misionera (Elizabeth) que el mayor enemigo puede estar al otro lado de la cama.
Esta tercera temporada ha mantenido el impresionante nivel dramático ahondando en los conflictos principales de la serie. Esto es, Weisberg y Fields no han mareado la perdiz repitiendo estructuras antiguas o posponiendo revelaciones clave. Al contrario: la trama ha dado un salto en todos los frentes que la mantienen tan humeante como siempre. En primer lugar, la identidad en el núcleo familiar. Lo sucedido en el último tercio de “Stingers” (3.10.) se convertirá, por derecho propio, en una de las secuencias icónicas de la serie, al nivel de las bombas de racimo que caen en “Crossroads Part II“, “Ozymandias” o “Garvey’s at their Best“. Más allá de las excelencias habituales que cantamos sobre Keri Russell y Matthew Rhys, es obligatorio reseñar la magnífica actuación de la joven Holly Taylor, una auténtica gema. Dibujar adolescentes interesantes suele resultar complicado: en primer lugar, porque todos los adolescentes hemos sido medio idiotas por definición; para algo se inventó el verbo “madurar”. Pero, también, porque no es fácil manejar autenticidad con intérpretes aún al dente. En el caso de Paige/Taylor, lo primero se sortea por el tipo de vida que llevan sus padres: ejerce de madre subsidiaria, dada la cantidad de tiempo que sus papaítos andan por ahí, por lo que la madurez, como el valor, se le supone. Lo segundo -los matices de una mirada, la intensidad de un rezo, la verdad de un llanto- se llama talento. Paige ha sido un personaje interesantísimo porque, sin dejar de ser adolescente, ha empujado el relato a su punto más trágico: el de descubrir que toda su vida ha sido una gigantesca mentira.
La subtrama, además, ha venido aceitada con dos lubricantes existenciales: su conversión religiosa y la exigencia de Moscú para convertirla en “segunda generación” de espías. Más tensiones para estirar la cuerda… hasta romperla. En primer lugar, la propia serie levanta un diálogo fecundo entre fe e ideología. Ambas comparten muchos elementos (como la noción de compromiso con la que Elizabeth intenta “emparentar” con su hija al hablarle de Gregory), pero exhiben una diferencia dramática esencial en el relato: la fe de Paige es motivo de alivio y esperanza, mientras que el comunismo de los Jennings implica renuncias costosísimas y múltiples contradicciones. Para eso sirve el viaje a Europa de madre e hija: para constatar -tras la intensidad dolorida de esa última reunión- el martirio laico que ha impuesto La Causa (*). “¿Me harías hacer algo así a mí?”, le pregunta Paige a su madre. Es coherente, pues, que los desgarros internos de Paige acaben con una llamada telefónica. Puro auxilio; una mano a la que agarrarse en medio del naufragio (**).
(*) No olvidemos, en todo caso, que la escapada para el último adiós a la abuela se produce sin el consentimiento de Moscú. Los enlaces europeos actúan sobre hechos consumados, pero Gabriel le deja bien claro a Philip lo torpe de su estrategia al saltarse la cadena de mando y ser incapaz de jugar en largo.
(**) No es la única que necesita la certeza de la verdad, puesto que esos últimos diálogos entre Philip y la exmujer de Stan apuntan al mismo conflicto: la asfixia por estar habitando una mentira. “Es lo que la gente malvada se dice a sí misma…”.
El segundo frente candente que ha dado un salto adelante ha sido el de la relación Martha–Clarke. Las ganas de sentirnos queridos nos vuelven bastante estúpidos (o sumisos), pero hasta eso tiene un límite. Siempre hay una caída del caballo, un atisbarle las orejas al lobo. De nuevo, en una constante que más abajo detallaremos, la esfera profesional se entremezcla con la personal, multiplicando los conflictos y elevando el envite: la investigación sobre el micrófono oculto es la que empuja a Martha a indagar en la identidad de Clarke. Y, una vez más, una coña de los fans -las dichosas pelucas- se integra en el relato con una eficacia dramática sobrecogedora (***). Siempre pensé que el destino de Martha sería la morgue, pero el tormento interno de Philip -intensificado por el paralelismo Kimmy-Paige– casa con su intento por salvarla. En este sentido, todo el último capítulo está repleto de conversaciones en las que Philip habla de sí mismo aunque vista disfraz: con la exmujer de Stan, con Yousaf (“Me siento como una mierda casi todo el tiempo”) y, la escena más lancinante, cuando teclea la nota de suicidio para ese pobre geek que, básicamente, se entretiene como un chavalín con sus geyperman: “No tuve elección. Lo siento”. Ouch. Ouch.
(***) Aunque se resuelve la “culpabilidad” de Martha y el “suicidio” del informático sea un hueso para calmar al sabueso Taffett, lo que más en falta eché en la finale -aparte de clausura para la pobre Kimmy– fue saber cómo reaccionaba Martha al despelucamiento de Clarke. Quedan demasiadas preguntas colgando ahí. Aunque, ciertamente, no dudo en que el año que viene se cementará esa elipsis. En todo caso, me apuesto pincho y caña a que Martha es un personaje trágico, que morirá. Ahora, además, eso nos producirá un mayor impacto emocional, dada la inversión que hemos realizado en ella esta temporada.
Porque donde la artesanía de The Americans alcanza su cenit es en la perfecta integración de todas sus esferas. Si uno compra la premisa -y sé de gente con buen gusto y criterio que no termina de comprarla, quizá por las pelucas-, se va dando cuenta de que no es una serie de espías, una serie política, una serie moral, una serie familiar y una serie sobre el matrimonio. Es todas esas cosas simultáneamente, sin que un elemento quede subordinado al otro. Así, el compromiso ideológico de los padres se poliniza con el de una adolescente idealista; la rebeldía juvenil y la sensación de incomprensión propia de todo adolescente se multiplica con la sorpresa de la identidad de tus papis; los sacrificios que uno puede hacer por amor van de la mano de un complejo juego de ajedrez geoestratégico; la dificultad de educar a alguien para pensar por uno mismo se las tiene que ver con las órdenes del politburó para educar a una segunda generación de “no fichados”. Y así con todo.
La trama y el equilibrio dramático están tan bien medidos que hasta sucesos que ocurren a miles de kilómetros quedan bordados por el mismo patrón: “Olvidas cómo es tener tu propia vida”, le susurra Nina a Anton Blakanov. Así, Siberia y Washington comparten el mismo desasosiego, porque en este baile de máscaras todos son Blakanov, desde la falsa exiliada de la madre Rusia hasta ese desquiciado Stan, jugándoselo todo por un sueño que jamás volverá.
La trama va saltando entre espejos que le añaden a cada situación capas de complejidad y desasosiego. El qué hacer con Paige se vuelve más demoledor cuándo ves que tu personaje guayón se tiene que zumbar a una quinceañera… por el mero hecho de ser hija de un tipo con acceso a información. ¿Y si con Paige funciona pero no con Henry, cada vez más amigo de Stan? Las dudas de Martha -y la dificultad en la que está poniendo toda la misión si la descubren- chocan contra la evidencia de que es una buena persona que, además, te quiere. Incluso los extremos se tocan: dos personas con agendas políticas radicalmente distintas se alían para rescatar a Nina… y los dos han de ocultarlo a sus superiores (****).
(****) Stan puede ser un desastre en su vida personal, pero es un agente eficiente como pocos, con unas corazonadas siempre acertadas (ya en el piloto se colaba en el garaje de sus vecinos, sospechando de ellos). Sí, todo se entremezcla entre sus motivaciones, pero no cabe duda -como el año pasado- de que nunca olvida que su misión también es la de servir a su país.
Ufff. Todo resulta muy enrevesado -y tremendamente apasionante- porque, desde la mismísima premisa de la serie, cualquier temblor en una habitación genera seísmos en todo el edificio dramático. Y cada acción encuentra siempre una reacción que nos hace no solo dudar de la salida al final del túnel, sino incluso de la verdad sobre la luz que vemos. The Americans no es una serie, sino un dilema moral andante, porque como vamos comprobando, la verdad no hace más libres a los personajes, sino que les genera dolor y peligro.
Y en la cúspide de los dilemas, en lo alto de la cadena de mando, esa imposibilidad para saber si la lealtad tiene un límite. Ahí es donde el estupendo personaje interpretado por Frank Langella -a camino entre la figura paterna y la sombra del dictador con guante de seda- deja gotear su colmillo: “No eres capaz de ver 10 pies más allá de tus narices, Philip“. En The Americans, hay una fina línea que separa el afecto de la deserción. Y lo segundo, qué duda cabe, se paga con la muerte. No olvidemos ese matrimonio de espías, hace un año, ejecutado por su propio hijo; o aquel traidor con el que comenzaba la serie, que había accedido pasarse al enemigo por un puñado de dólares.
Philip Jennings siempre ha sido el eslabón débil, un ser atormentado. “Una mujer como esa, con esto sobre su conciencia… Me parece que no estás viendo las cosas con claridad”, le aconseja Elizabeth en referencia a Martha. Pero no. El juego de miradas y la conversación interrumpida (“ha sido duro, Elizabeth; a partir de ahora necesito saber mejor qué estoy haciendo”) nos recuerda que es Elizabeth quien más nublada anda. Porque su fe inquebrantable le impide planificar la verdadera batalla: “No sé si puedo hacerlo, mamá”, le espeta Paige. “¿Mentir durante todo el resto de mi vida? No es quien soy”. “Todo el mundo miente”, le responde una Elizabeth que se piensa triunfal tras el viaje.
Lo que no entiende Elizabeth es que no hay peor pecado que mentirse a uno mismo. “Es lo que la gente malvada se dice a sí misma…”. Philip y Paige han decidido que ya no van a “apartarse de la lucha entre lo correcto y lo incorrecto, el bien y el mal”. Porque ha comenzado la guerra de la conciencia… en la propia cocina de casa.
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-Nadie dijo que el espionaje fuera glamouroso ni aséptico, pero este año la serie ha alcanzado algunos de sus momentos más terroríficos. Desde esos clacs para partir los huesos de Annelisse (3.2.) hasta la irrespirable tensión del dentista amateur (3.3.), pasando por la tortura sudafricana (3.8.). Aquí las recopilan, dejando bien claro que los momentos más horrendos vienen sin sangre.
-De todos esos momentos, para mí el que más shock me produjo -lo de Paige juega en otra liga- fue la “dulce” muerte de la pobre Betty (3.9.). Quizá es uno de los episodios que más ha humanizado a Elizabeth y, aún así, tiene que acabar liquidándola sí o sí. Sin embargo, es un episodio crucial para azuzar la crisis interna de Nadehzda: parte de la necesidad posterior de despedirse de su madre tiene que ver con ese duelo entre recuerdos y pastillas para el corazón. Porque en Betty -¡otro espejo más! Elizabeth ve a una mujer que ha tenido que pasar muchas de las penalidades y renuncias que sufrió su propia madre.
-Lo del movimiento anti-apartheid -así como las ramificaciones contemporáneas del apoyo estadounidense en Afganistán, allá por los ochenta- hace de The Americans una interesante lección de historia reciente. Ojo para quienes condenen el pasado con las gafas del presente; como demuestra la serie, la Guerra Fría convertía cualquier conflicto en un caballo de Troya.
–Joshua Brand, uno de los guionistas veteranos, en la entrevista que Sepinwall le hace a los creadores: “La ambigüedad es buena; la confusión es mala”. Desglosemos esto.
- La ambigüedad de Nina Sergeevna resulta exasperante. ¿Sube o baja? A priori, pensé que mantener trama en la URSS supondría una rémora para la narrativa, pero en ningún momento se me ha dislocado. No solo por el cordón umbilical que mantiene con la conspiración que se montan Oleg y Stan, sino por las resonancias que episodios como el de Anton Blakanov tienen para todos los personajes (o el paralelismo final entre su independencia de espíritu y la que ansía encontrar Philip Jennings en las reuniones del EST). En todo caso, parece que su afecto por Blakanov es genuino pero, claro, esta zagala siempre ha sido una superviviente…
- Más sobre ambigüedad narrativa: Gabriel. Frank Langella está inmenso, pero siempre que aparece me queda el regusto de saber si su aprecio por los Jennings es genuino o, simplemente, una estrategia para dominarles. Por ejemplo, ¿nos creemos que el hijo de Misha anda guerreando contra los Muyahidín o es una zanahoria para hacerle avanzar en los planes de la KGB, mezclando por enésima vez lo personal con lo profesional?
-Aunque está bien resuelta la siembra de la misión, me pareció un pelín forzado que el barbudo afgano se dejara convencer con tanta facilidad.
-Si todo va bien, quedarán al menos dos temporadas de The Americans. La finale de ayer abre líneas de acción apasionantes, ahora que ha se ha abierto el melón de Paige. Puede ocurrir que la cada vez más castigada conciencia de Philip -y el descubrimiento por parte de Stan– le obligue a trabajar como agente doble; que ganen a peña como Martha o Gaad para la causa soviética; que regrese Claudia para meterle un tiro a Pastor Tim y hacer volver a Paige por la senda de la revolución… O, incluso, si llevamos la lógica de la lealtad política al extremo, puede ocurrir hasta que Saturno (en este caso Elizabeth) devore a sus hijos. Me imagino un final agónico de ese tipo, con Elizabeth dando caza a los traidores Philip… y Paige. Demasiado sombrío, me temo. ¿Ganará la familia o la ideología? ¿La sangre o el Partido? ¿Puede haber final feliz para una derrota?
Guillermo
La escena que viene después de la conversación en la que Paige pide explicaciones a sus padres me parece magnífica. La mirada de Paige a la ventana que da a la cocina en la que sus padres hablan (sin sonido) con su enemigo es muy siniestro. Si hasta el momento los guionistas nos han llevado de la mano a presenciar las correrias de todos los agentes, en ese momento la visión benevola de Paige nos muestra a los monstruos que habitan al otro lado de la ventana. La dirección de esa escena es notable, cuando la camara va alejandose de Paige que es como un tunel que te lleva a otra realidad (ya intuida por Paige), como decia Freud, lo siniestro es lo malo conocido. Esta escena me recuerdoa al juego de Linch y Frost con las realidades paralelas de las logias, que cuando Leland Palmer cruza las realidades con Bob resultan escenas muy potentes. Esta escena me puso la carne de gallina, la vi por lo menos 5 veces.
Me gustan mucho sus artículos.
Guillermo
\”Si uno compra la premisa -y sé de gente con buen gusto y criterio que no termina de comprarla, quizá por las pelucas-, se va dando cuenta de que no es una serie de espías, una serie política, una serie moral, una serie familiar y una serie sobre el matrimonio. Es todas esas cosas simultáneamente, sin que un elemento quede subordinado al otro\”
Totalmente de acuerdo con usted!!!
Carlos
Excelente reseña. Coincido en un 99%. Saludos desde Argentina!
dirty hair
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