Solo un polemista tan brillante como el perpetuo Chesterton se atrevería a publicar un ensayo titulado La superstición del divorcio. No, no se asusten los dogmáticos ni teman quienes lanzaron su anillo al Monte del Destino: se trata tan solo de una aguda reflexión sociológica (incluso psicológica), no un intento de proposición de ley. Leer al infatigable Chesterton es una sana gimnasia intelectual para todo el que ha compartido cama con su enemigo más íntimo, esto es, la peña que nos movemos entre los 25 y los 40 tacos de hecho o de derecho.
Ignoro si los interesantes hermanos Duplass trabajan a Chesterton, pero el fondo de su serie enlaza con una visión humanista y realista (valga la redundancia) de las relaciones familiares, que podría firmar el orondo pensador inglés. “He conocido muchos matrimonios felices, pero nunca uno compatible. Todo el propósito del matrimonio es el de superar y y sobrevivir al instante en el que la incompatibilidad se vuelve indudable. Porque una mujer y un hombre, como tales, son incompatibles”. Togetherness, desde su sencillez maquillada de indie, enfoca el microscopio a ese instante en que “la incompatibilidad se vuelve indudable”: los titubeos, el cansancio y la crisis entre un hombre y una mujer que se quieren, en el sentido más maduro de la palabra. Porque el matrimonio no se asienta sobre un fulgor adolescente, sino sobre un proyecto de vida en común, sobre una voluntad, sobre un compromiso adquirido bajo la premisa de que no hay mayor libertad que la que se entrega. Sobre un contrato, sí.
Por todo esto podríamos calificar Togetherness como una comedia post-romántica, al estilo de Marry Me, Married o la absolutamente excepcional Catastrophe. Sitcoms donde la meta no es sortear los baches del “chico consigue chica” o viceversa (ni siquiera mediante la estructura del “rematrimonio” de la screwball comedy), sino directamente la peripecia consiste en encontrar razones para asegurar la permanencia. Peña talludita, nada estupenda físicamente, a menudo asomándose al abismo de la crisis de los cuarenta y declinando nuevos personajes -los niños; siempre un bebé entre ellos- entre las terminaciones de la palabra “amor”. Honestidad brutal, anti-glamour, cotidianidad y un envoltorio -entre casual y sofisticado- donde se cocina esa “nueva sinceridad” que alumbra perdedores y apaleados amorosos.
Con estas premisas, resulta lógico que Togetherness confeccione una serie de vocación limitada. Casi de boutique. Pero intuyo que su cancelación, como argumenta Sepinwall, no es tanto por culpa de sus pocos espectadores, como por su falta de influencia crítica. Se puede ser pequeño y dar mucho que hablar, pero este no era el caso de Togetherness. Quizá le ha ocurrido, desde la esquina opuesta, lo mismo que a Looking, aquella aburrida dramedia tan empaquetada para el público gay que costaba horrores enganchar con esos conflictos para quienes no frecuentábamos el imaginario del San Francisco queer. Sí es cierto que Togetherness abre más el campo de juego: al matrimonio Pierson se le suman amistades y hermandades. Por un lado está el fantástico Steve Zissis, encarnando a ese Alex Pappas al que la vida le está ofreciendo una segunda oportunidad. Un tipo que reescala la senda del éxito para darse cuenta de que al final del día no hay mayor taquilla que tender la mano a tu amigo de la infancia. Sus frikadas “dunescas” con el deprimido Brett explican con una simplicidad naif cómo la infancia es ese paraíso del que nunca debimos ser expulsados. Y por este flanco la serie también se enriquece -aquí sí, con una estructura de comedia romántica más reconocible- por el deseo imposible de Pappas hacia Tina, una estupenda Amanda Peet, sorprendente por su vis cómica, patosa, cachonda y payaseta.
(Espoilers a partir de aquí)
Una de las bondades de la cancelación es que la historia de este par de outsiders amorosos acaba haciendo cima: Tina y su instintivo deseo de ser madre tropiezan con el mejor padre posible, alguien que la quiere no solo por lo que es, sino por lo que podría llegar a ser. Todo el juego de “te quiero como amigo pero me pongo celosa cuando te ennovias” se resuelve con dosis de vergüenza ajena (¡ese juego de adivinanzas fílmicas!), ternura equidistante y vuelta a la casilla de salida.
Sin embargo, a pesar de los excelentes escuderos, el corazón del show lo hacen bombear Michelle y Brett. Si la primera temporada relata la crónica de una caída anunciada, la segunda obliga a sus personajes a escarbar en la culpa, el perdón y la reconciliación. Entre frialdades, sexo interruptus, biberones de agobio, estrés laboral e incomunicación, la serie va mostrando cómo el adulterio es, en muchas ocasiones, más un síntoma que un primer disparo. Porque lo que deja herido de muerte al matrimonio Pierson no son esas agónicas notas que Michelle y David se pasan por debajo de la puerta de las habitaciones del hotel (1.8.):
No. La cuesta abajo empieza antes, mucho antes. Saltaron muchas alarmas durante el descenso, pero Brett, a pesar de su profesión como sonidista, no supo escucharlas.
Togetherness no es una serie perfecta (ahí está, por ejemplo, la subtrama de la escuela de Michelle), pero sí muy agradable de ver, con un sano equilibrio entre lágrimas y sonrisas, entre deseo y realidad, entre responsabilidad e imprudencia, entre familia y soledad. Una serie que desprende una naturalidad contagiosa, entrañable, honesta. Por eso se antoja especialmente idónea para quienes han optado por el compromiso amoroso. Un compromiso que desemboca, como casi todo, de nuevo en Chesterton: “El lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen, no es una oficina ni un comercio ni una fábrica. Ahí veo yo la importancia de la familia”. Togetherness, sin énfasis ni gafapastismos, se empeña en recordarnos que lo importante, aunque cueste, siempre merece la pena y recompensa el esfuerzo.
Diana
Una serie subvalorada. Una pena su cancelación… Tan simple pero tan completa al intentar abarcar la psicología del ser humano contemporáneo