Unas ocasiones por esnobismo y otras por inercia, el espectador suele ubicar la comedia en un segundo escalón de excelencia crítica. Como un mero pasatiempo inane. Como si para abrir en canal los dolores del alma humana fuera necesario poner siempre cara de intensidad y colocar la trama al borde del descarrilamiento. Y no. No necesariamente. La comedia es un género que se define por las emociones que arranca del espectador –la risa–, pero sus niveles de lectura pueden oscilar desde la banalidad de porrazo y exceso de Padre de familia hasta la sofisticación intertextual de Los Simpson o Community, pasando por el despiporre doméstico de Modern Family o el hormigueo existencialista de Bojack Horseman o Louie.
El titular es rotundo: la comedia televisiva goza de una excelente salud… y no solo de dramones vive el seriéfilo. Así se certifica, por ejemplo, en la brillantez que despliega una de las comedias más divertidamente histéricas de los últimos años: Review. Empleando un falso formato documental, el protagonista, Forrest McNeil, se dedica a reseñar no libros o películas, sino la vida misma, desde qué se siente al ser racista hasta comerse 15 tortitas de una sentada. Absurda, hilarante y con una sanísima mala leche, Review lleva la noción de compromiso profesional hasta límites dolorosamente entretenidos.
De compromiso, esta vez matrimonial, versa una de las sorpresas británicas de los últimos años: Catastrophe. En las dos temporadas emitidas hasta la fecha, sus guionistas y actores –Rob Delaney y Sharon Horgan– exhiben una química tan explosiva y auténtica, que cuesta creer que no sean pareja en la vida real. Bajo una corteza malhablada, excesiva y repleta de conversaciones de cama, la genialidad de Catastrophe está en ofrecer una visión humanista y positiva del compromiso matrimonial, la paternidad o la crianza… sin caer en el almíbar ni la moralina.
Una moralina que también ahuyenta Veep, otra de las comedias que está marcando esta década. La sátira política de la HBO sigue atesorando premios tras su quinta temporada. Las antiheroicas y muy patosas andanzas de Selina Meyer, presidenta ficcional del país más poderoso del mundo, saben apelar tanto al público más tradicional –el que solo busca desconectar un rato– como al crítico de ceja alta, capaz de encontrar en Veep un pescozón socio-político a la clase dirigente. Sin embargo, lo curioso es constatar cómo la desmitificación de la política que levanta Veep ayuda a despresurizar, puesto que el espectador, mediante el espejo deformado de la parodia, descubre que los maquiavélicos dirigentes son tan humanos como cualquiera. Porque hasta la casta es gente…
Humanísimos y perdedores son también las gentes que protagonizan Silicon Valley, otro risueño acercamiento al poder, esta vez al tecnológico. Si mezcláramos Entourage –con su irónica disección del sueño americano– con The Big Bang Theory –esa apoteosis del nerdismo– nos saldría algo muy parecido a Silicon Valley. Un grupo de amigos que tratan de triunfar entre la jungla de Google, Facebook, Uber y demás gigantes digitales. La gracia de Silicon Valley no es solo acercar la lupa a un grupo de inadaptados sociales, losers de campeonato que exhalan genialidad delante de una pantalla y un teclado. No. La serie sabe reflejar con un suave sarcasmo todos los tics –ideológicos, laborales y hasta estéticos– de esa nueva clase dirigente que ha revolucionado nuestro modo de vida desde un garaje y un ordenador.
Esta tercera edad dorada de la televisión suele asociarse a antihéroes de metanfetamina y dragones valyrios, a islas imposibles y publicistas envueltos en humo, a familias disfuncionales y polis corruptos. Pero dentro de unos años, cuando llegue el momento de la resaca, no habrá que olvidar que la comedia también jugó un papel esencial. Y sigue con una salud de hierro, puesto que continuamente se están inventando nuevas formas de arrancar carcajadas. Porque la risa televisiva, como los cuatro ejemplos que hemos analizado, está lejos, muy lejos de cesar.
La risa que no cesa (otoño 2016) by Alberto N. García Martínez on Scribd
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