Visualmente es un banquete opulento y deliciosamente estrambótico, más Diverxo que Arzak. Sensual, ecléctico, inesperado e inclasificable. Legion es un viaje psicotrópico al verano mutante de los superhéroes, una alucinada y alucinante exploración de la esquizofrenia, un potaje narrativo -fuertemente especiado con estéticas tan sugerentes como imposibles- que convierte cada cucharada en una explosión interna de “qué-coños”, mareos y mandibulazos de admiración.
Así de fascinante resulta la audaz y contradictoria Legion. Porque el milagro, el milagro es que semejante jeribeque televisivo funcione, que concluya el espectáculo y el mago haya logrado salir victorioso del “más difícil todavía”.
Desde el eléctrico y desasosegante piloto, en el que uno acaba incluso físicamente cansado, hasta el violento choque de trenes del clímax, Legion (Fox España) se afana en exprimir las posibilidades televisivas como pocas series han hecho. Sí, of course, está la fundacional Twin Peaks, los viajes de ácido que se metía de vez en cuando The X-Files, los interludios oníricos de The Sopranos o el melting pot intertextual de Community, por citar los pinchos más resultones. Pero tan solo se me ocurren dos referentes en los que una forma tan excesiva y libre se adecuara con pulso de francotirador al fondo de la historia: el terrorífico despiporre de Ryan Murphy en American Horror Story y la saturada gravedad simbólica de la enfermiza Hannibal. No es casualidad que Legion también merodee por el corazón de la psique enferma: quizá el alma dañada sea el gran reto estético de nuestro tiempo televisivo.
Con semejante atrevimiento, Legion quería reventar el casino de las adaptaciones comiqueras, una de las ramas más fecundas en el cine y la televisión actual. ¡Y vaya si lo ha conseguido! Legion no se parece a nada que hayas visto antes. Como es lógico, el entorno de los X-Men revolotea por la trama -con su Summerland tan similar a la academia del Dr. Xavier, con los poderes de Rogue espejados en Sydney– e, incluso, resulta fácil espoilearse la filiación de David Haller en el material original. Pero, más allá de esas alusiones, Noah Hawley levanta un relato personalísimo, que emplea todos los resortes audiovisuales -tanto narrativos como retóricos- habidos y por haber: saltos en el tiempo, universos paralelos, iteraciones, sobreimpresiones visuales, espacios oníricos, secuencias de musical, efectos especiales, ralentizaciones, detenciones de imagen, movimiento de personajes en planos congelados à la Matrix, animaciones de pizarra, montajes paralelos, violentos travellings verticales hasta un ataúd, paseos por la memoria cual peli de Michel Gondry, viñetas de cine mudo, monólogos criogenizados de poeta beat, cambios radicales en la paleta de colores, batallas en blanco y negro, maquillajes terroríficos, una banda sonora psicodélica, voces dulces y de terror sincronizadas, secuencias de montaje que reviven toda una existencia y, guau, hasta un ya mítico Bolero de Ravel:
Hawley confirma así que es el nuevo enfant terrible de la ficción televisiva. De hecho, Legion comparte con sus dos temporadas de Fargo esa narrativa lúdica, desprejuiciada, de infancia recuperada que busca la complicidad del espectador al presentarse como un artefacto que no se toma muy en serio a sí mismo. Si Fargo (“Ok, then“) se adornaba con una rabona extraterrestre y ganseaba con el pacto de lectura (“basado en hechos reales”) por pura diversión, Legion levanta un relato enrevesado y complejo que una y otra vez se despresuriza, recordándote insistentemente que disfrutes del viaje, aunque no tengas ni puñetera idea del destino.
Porque, ¡por Tutatis y por Magneto!, ¡mira que el argumento es hermético! Menos mal que yo veía Legion con mi mujer -que tiene un cociente intelectual 25 puntos mayor que el mío (esto es científico, I promise)- y ella me iba guiando, en pause, por los diversos planos astrales, los parásitos que crecen, los hombres vestidos de buzo o el regreso fake a Clockworks… porque, si no, dudo mucho que yo solito hubiera sido capaz de enterarme de la misa la mitad.
Y, sin embargo…
La feliz adversativa que nos regala Noah Hawley es que, incluso con una trama tan complicada, cada capítulo de Legion moldea una delicia visual. Seamos honestos todos: el extrañísimo capítulo cuarto es ininteligible pero resulta tan chispeante, tan original, tan sorprendente que uno entra en el juego sí o sí. Lo mismo para el grandioso Jemaine Clement y su dandy melómano: no nos importa no entender bien quién carajo es, ni dónde demonios está, pero sus réplicas escupen tanta genialidad que yo ya lo aúpo entre mis secundarios favoritos de esta temporada.
En general, el nivel actoral en una serie con registros tan variados y extremos ha de resultar olímpico. La pizpireta Aubrey Plaza aspira a medalla en cada una de las contorsiones de su Shadow King/Amahl Fhaouk: puede asomar lasciva, atormentada, terrorífica o coñera gracias a su elástica expresividad facial. Rachel Keller -uno de los descubrimientos del segundo Fargo– combina la inteligencia en la mirada con ese punto naif que reclama la historia de amor con David. A este último habría que colgarle el oro: Dan Stevens está soberbio y resulta clave para el éxito de un personaje con mejor interpretación que escritura. Su variedad de registros -acorde con la batalla campal que vive en su interior- resulta asombrosa y convincente, con la guinda de ese alter-ego que le viene a poner orden con acento británico, jaja. Si a estos titulares les sumas una Jean Smart siempre solvente -su mejor registro en las miradas con su marido-, un Bill Irwin dándole una vuelta de tuerca el cliché del científico loco, un villano Eye (Mackenzie Gray) que es un acierto de cásting o un ambiguo Hamish Linklater, con su grave voz de tipo en el que confiar, la verdad es que se te queda un equipo de lo más competitivo. Los únicos eslabones débiles, más un desajuste de escritura que de actuación, fueron los personajes de Ptonomy y Kerry, aunque esta última ganó enteros tras su decepción siamesa en Clockworks.
Con solo ocho capítulos -un acierto para no estirar inútilmente una trama tan rococó-, Legion es una serie que no puede dejar indiferente a nadie, para bien y para mal, puesto que no es un relato de vocación masiva. Eso sí, quien entre en el juego disfrutará de una experiencia que, aunque irregular, resulta fascinante en el sentido más irresistible de la palabra: una imaginería visual inagotable, el episodio más insólito de la televisión reciente (“Chapter 4”), el episodio más potente en lo que llevamos de año (“Chapter 7“) y una historia donde la línea entre lo real y lo imaginado, entre la locura y la mutación está en movimiento perpetuo.
Como explica el gran Oliver Anthony Bird, on the rocks, durante el resto de sus vidas hay dos historias que compiten: la de la empatía y la del miedo. Legion ha comenzado su extraordinaria andadura interrogando, de manera refrescante e hipnótica, cómo una y otra batallaban a muerte en la cabeza de David Haller. Pero, de momento, solo hemos visto las escaramuzas de una gran guerra en la que se extinguirán los dinosaurios.
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