Que los ricos también lloran es tan viejo como el mundo; que se lo pregunten a Midas, quien encontró maldición en su oro perpetuo. O a nuestra Masako, deprimida en su palacio nipón desde hace quince años. La tristeza resulta tan democrática como la muerte, porque las pasiones humanas son la arcilla con la que todos estamos moldeados desde Adán, su costilla y su puñetera manzana.
Y, sin embargo, hay una suerte de mito psicosocial -refinado por el marxismo cultural, tan resistencial como moralista- que predica que, igual que existía el buen salvaje roussoniano, la verdadera felicidad viene adherida a la conciencia de clase, de género o de raza. ¡No solo la felicidad, por Le Corbusier, sino también la honestidad, la autenticidad, el amor verdadero y todas las bondades que se nos ocurran!
Reality check: esa retórica ideológica es un montón de mierda.
Y sí, por supuesto, este es un caviar que hay que desgrasar antes de reseñar Big Little Lies (*), una de las apuestas más lujosas y exitosas de la HBO. Porque en multitud de críticas asoman esos sintagmas perezosos: “irritante hipocresía” burguesa, “solidaridad femenina“, el teatro social “del uno por ciento“, lo siniestro “del privilegio blanco“, “la rabia de la mujer de clase alta“, etcétera. ¡Como si la doblez o la maldad no fueran patrimonio universal! Madres histéricas, padres prepotentes, maridos violentos, hijas estúpidas, cuarentones cornudos y niños abusones los hay en cada barrio de cada ciudad del mundo occidental. Big Little Lies simplemente cambia la envoltura: en lugar de papel de pescado, todo viene con el celofán soleado de la costa californiana más chic.
(*) Sus siete capítulos concluyeron a principios de abril, pero en esta etapa de indigestión televisiva, la tarea del crítico empieza a parecerse más a la del notario (levantar acta) que a la del cirujano (estudiar un cuerpo por dentro).
Y bien está, faltaría más, ubicar un conflicto dramático en un entorno tan sofisticado, adinerado y elegante. Lo que me descoloca es la manía por convertir este paisaje en metáfora… cuando ninguno de los conflictos está específicamente anudado al espacio físico, ni a la clase social. Todo lo que ocurre en Big Little Lies -intercambiando viajes a Disneyland por bolera o mansión a pie de playa por piso de alquiler en barriada- puede darse en Nueva York, Roma o Murcia. Esto no es el Baltimore de The Wire ni la ciudad gaseosa y dislocada del Nordic Noir. ¡Ni siquiera el paisaje contradictorio, tragicómico, de un Fargo o un Justified!
De hecho, cuando descartamos esas lecturas tribales es cuando la serie se hace más divertida e interesante. Big Little Lies ofrece un culebrón de lujo y sus mejores perfumes envuelven la psicología de los personajes, excesivos y contradictorios. Con respecto a lo primero -una telenovela con estrellas de primera y mansiones de ensueño Pritzker-, destaca una intriga forzada, casi autoparódica, con ese coro griego de chimosos echando leña al fuego, cual tuiteros enrabietados. La dilación del misterio resulta muy efectiva y la serie engancha. Mucho. Te tragas un capítulo, otro y otro, azuzado por los comentarios de arpía, las riñas de machos alfa y las delirantes bolas de nieve que se forman en un colegio demasiado políticamente correcto como para ser inventado. ¡He visto en el cole de mis hijos peña así de estirada y sobreprotectora (**)!
(**) Por suerte, profesores y dirección aún tratan a esos papis como lo que son: gentes que circulan con paracaídas a todas horas, fuerísima de la agitada y necesariamente conflictiva realidad infantil.
Pero, como buena soap-opera, el destino del relato es cursi, gratuito y biempensante. Un puro mcguffin. (Espoiler en el resto del párrafo). Hay que pegar un doble tirabuzón carpado y caer de pie para tragarse que Perry fuera el violador de Jane; mira que es grande Estados Unidos, leñe. Tampoco tiene demasiado sentido dramático el arranque justiciero de Bonnie (por lo visto, en la novela eso sí se siembra, puesto que ella tuvo un papá abusador), que es quien propina el empujón fatal y necesario. Pero, aun con todo, lo peor son esas idílicas imágenes de mamás felices y perdices, como si el deporte local más excitante -destrozarse unas a otras, como bien reflejan Renata y Madeline– hubiera sufrido una catarsis tras el homicidio. Pufff. Demasié. Si, encima, sumamos el sonidito del mechero de la policía…
Por todo ello, donde creo que la serie sí brilla es en el retrato de los personajes. Esa pequeña mecha infantil (en un movimiento que me recuerda a la australiana The Slap) enciende un fuego cruzado donde la rabia, el orgullo, la venganza y la envidia van cociéndose lentamente, hasta estallar. Me parece particularmente acertado -con todos sus excesos- tanto el personaje de Madeline, con una excelente, gesticulante, abrasiva Reese Witherspoon, como el de la engreída mamá que encarna la reptilínea Laura Dern. Ambas saben transmitir la insoportable levedad de sus personajes. Tengo más reservas con la muy aclamada Nicole Kidman. No se me ocurriría insinuar que es una mala actriz, pero sí que su falta de elasticidad facial (¿botox?) opera en su contra. Su actuación es coherente: la frialdad gestual va unida al infierno interior que, puñeteras apariencias, se empeña en esconder. Pero tanto témpano me ha impedido incrementar la empatía con un personaje que, de largo, debería llevarse el apoyo incondicional del espectador.
Y, aún así, en la violenta, volcánica, imposible relación entre Perry y Celeste es donde la serie mejor trabaja mejor (como apunta Natalia) una de sus claves: la del trauma. Tanto esa subtrama como la de Jane se levantan sobre una misma base: la imposibilidad de escapar de una cárcel interior. Además, en esa exploración del dolor -la violación, el maltrato- es donde visualmente la serie resulta más sugerente y audaz, con esos montajes acelerados, esas imágenes repetitivas o esos sueños de destrucción que invaden a Jane. Las heridas sin cicatrizar se infectan y, como bien anuncia la psicóloga matrimonial, las cosas no van a mejor por sí solas. ¡Hay que actuar!
Y los protagonistas acaban actuando de forma bastante ortopédica, pero eficaz. El relato se clausura. No es la serie del año, pero resulta entretenida y tiene ángulos sugerentes para pensar sobre la educación de los hijos en la familia, las consecuencias educacionales del divorcio, la necesidad de digerir bien el pasado, la carrera por figurar o, ay, la dificultad para rebelarte contra tu enemigo más íntimo. Esas pequeñas grandes mentiras que todos nos hemos contado alguna vez para seguir viviendo.
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