Transparent es la serie más dolorosa de la actualidad. Y eso es lo que la hace valiosa… pero también difícil de digerir. A pesar de que cada temporada desembarca completa en streaming, yo, por ejemplo, no soy capaz de engarzar más de dos capítulos seguidos. Quizá por eso dura 25 minutos cada entrega: demasiada amargura y escasas vías de escape cómico. Necesitamos calma para pensar su simbolismo -esa narración paralela en la segunda temporada, las innovaciones formales de la tercera- y asumir las cicatrices que va dejando su profunda insatisfacción. Bajo el celofán cómico hay una aspereza que quema.
Aún así, tras tres temporadas, (la cuarta se estrena este viernes en Movistar Series) Transparent se ha convertido en la serie más fiable de Amazon, tanto por su resonancia sociológica como por su cariño entre la crítica especializada. Y digo sociológica porque las desventuras de los Pfefferman son propias de la posmodernidad más costera, esa que cuestiona cualquier objetividad o verdad desde la cátedra universitaria y la tribuna periodística. Los Pfefferman son gente culta, progresista, muy snob, exitosa en su vida pública, que ve cómo su existencia se tambalea cuando su padre, ya en la tercera edad, decide revisitar su yo, desde la mismísima raíz biológica. La transición de Mort a Maura (un Jeffrey Tambor en estado de gracia) encienda la mecha de una crisis que va infectando cada rincón de la familia: desde el pasado más remoto hasta la estirpe que viene.
Así, la serie también se ha convertido en un ejemplo canónico de la última de las batallas culturales en Estados Unidos: la de la transexualidad, que discurre desde los baños públicos hasta los pronombres escogidos. Por eso, también, Transparent resulta interesantísima: porque, desde la ficción, nos acerca al cogollo del asunto. Como es sabido, la propia creadora, Jill Solloway, se inspiró en su propia familia para narrar esta historia. Y se nota. Los conflictos de Transparent están en carne viva, por mucho que la postura de la serie resulte decididamente favorable. Porque el verdadero radio dramático de acción no es el político (aunque constantemente haya ecos en la serie), sino el psicológico y, sobre todo, el familiar. Están las dudas, las incomprensiones, los reproches, las enmiendas de los hijos y la ex-esposa. Y, también, por supuesto, la aceptación y los intentos por reconstruir la estructura familiar, esto es, el hogar, ese espacio en el que siempre nos sentimos seguros y queridos.
Por eso, el terremoto de la transformación de Mort no es más que la punta del iceberg de un grupo de gente confuso vitalmente, dañado emocionalmente, que no encuentra la manera de enderezar el rumbo. ¡De ahí que la narración resulte tan desoladora! Porque, como ocurre con los lancinantes títulos de crédito (pura nostalgia familiar), los Pfefferman están tratando de perseguir un lugar que no existe en los mapas: una tortuga perdida hace décadas o una infancia cuyo espejismo era la felicidad, el orden, la esperanza. Nada de eso queda ahora en los desnortados Pfefferman, que tantas veces a lo largo de las tres temporadas no saben si van o vienen. Se casan, se descasan, se unen, se pelean, prueban esto y lo de más allá…
Quizá por ese caos emocional y de sentido la serie rastrea el tema de la fe -con un sabroso acercamiento al judaísmo, más como tradición que como religión, más como rito que como trascendencia-, puesto que en el ansia por obtener esperanza resulta humano -muy humano- confiar en el más allá, aunque sea como mero consuelo. Porque todos los personajes reclaman un hombro sobre el que llorar y unas certezas básicas que les devuelvan la alegría ante el futuro, la promesa de que todo saldrá bien: desde la extravagante, deliciosa e influenciable Ali (excepcional Gaby Hoffmann) hasta el impulsivo, peterpaniaco y siempre con complejo de culpa Josh (qué pena su mezquindad con la estupenda rabina interpretada por Kathryn Hahn).
En una paradigmática escena de la tercera temporada, Davina -el baluarte trans de Maura– le reprocha que no todo es Maura, que el mundo no solo gira a su alrededor. Que hay vida más allá de su sexo sentido, sus dificultades hormonales y su insatisfacción vital. Davina, que ha tenido una existencia mucho más complicada que Maura, lo clava: yo, yo, yo, yo, yo, yo. Ese es el pronombre clave de Transparent. Como analiza Jamieson Cox en The Verge, Transparent es “radicalmente egoísta, y por eso es relevante“. Porque en estos tiempos de narcisismos y egolatrías, una ficción tan potente y desgarrada puede recordarnos que la grandeza de la familia y de la entrega al “tú” son los mejores pasaportes para que, al menos, la vida no duela tanto.
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