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Ricky Gervais -hombre-orquesta en After Life– me ha hecho pasar momentos tan desternillantes ante el televisor que le perdono todo. Que Life’s Too Short regalará una sensación de déjà vu cómico, que Derek, con un piloto tan poderoso, se convirtiera en un sermón socialdemócrata o que su película Special Correspondents fuera un coñazo. Mi deuda con él, como creador de una de las sitcoms más influyentes de la historia de la televisión, me anima a catar todo lo que proponga. Porque lo mire por donde lo mire, siempre me parece alguien inteligente y capaz de arriesgar. Un hombre libre.

En estas épocas de asfixiante corrección política e hipocresía galopante, Ricky Gervais descuella como un muy necesario soplo de aire fresco. Basta escuchar este fantástico podcast donde Sam Harris para calibrar la locura de los literalistas (censores) para con el humor. A los ofendiditos profesionales Gervais les reserva su dedo medio, en fastuosa erección. Toda un ejemplo de los mecanismos del humor y sus beneficios balsámicos.

¿Esta digresión es necesaria para hablar de After Life? No. Pero si no reivindico aquí la inestimable labor de Gervais para restaurar el sentido común, dígame dónde.

O quizá la digresión cómico-política sí sea necesaria precisamente porque After Life es un Gervais diferente. Muy diferente. Más sentido, más empático. Tragicómico. Es una senda que comenzó abiertamente en Derek y en la que profundiza ahora. After Life es un intento maduro de explorar la muerte. Al payaso se le ha helado la sonrisa, convertida en una mueca de dolor insondable.

Gervais da vida a Tony, un cuarentón que acaba de perder a su esposa. Cáncer, el puto cangrejo. Tony sufre una depresión severa, habitando el verso de Miguel Hernández de manera perpetua: “No hay extensión más grande que mi herida”. Su vida es un desastre, su misantropía proverbial y su pena, gritada a los cuatro vientos, una lata. Solo hay dos cosas que le impiden suicidarse: los vídeos que su mujer le dejó grabado (una suerte de droga emocional contra el olvido) y su falta de valor para apretar el gatillo.

Es un punto de partida muy de vecino del quinto. Y, por eso, prometedor: aspira a espejo sin pretensiones. Como Gervais ya ha transitado las cumbres de la sofisticación genérica (¡él co-inventó la comedia televisiva contemporánea!), ahora puede permitirse estos lujos minimalistas. Del fondo de un pozo de mierda y autocompasión solo se puede salir escalando. Y eso es After Life: alpinismo emocional. El relato de cómo un hombre deja de darse pena, de cómo se reconcilia con lo bonito que hay en el mundo, que es mucho. Hay peña empeñada en mantenerte en la cordada, hay un esfuerzo titánico contra uno mismo, hay tentación de abandonarse a la muerte dulce… pero, al final, siempre está la cima (*). Por eso After Life, como era de esperar, es una serie tan humanista, porque convierte el nihilismo en esperanza y la desesperación en energía para recomenzar.

(*) Con un arco de transformación tan evidente me pregunto cómo remontarán la misantropía para la expedición de la segunda temporada… que ya está en el campo base

After Life

En ese sentido, Gervais -un ateo de la A a la O– plantea, intuyo que de forma inadvertida, una lectura proto-religiosa de la trascendencia. El hombre solo no puede contra el sinsentido. Tony está rodeado de “ángeles” que se empeñan en tenderle la mano para rescatarle del naufragio: la nueva compañera de trabajo, la amiga viuda del cementerio, el cuñado vitalista, la prostituta tierna, la enfermera enamorable… Y, por supuesto, lo más importante para una interpretación trascendente de After Life: su mujer le habla metafóricamente desde el Más Allá.

No, no quiero arrimar el ascua a mi sardina y sugerir una lectura que la serie niega explícitamente: de hecho, el propio Tony se marca varias conversaciones desechando el consuelo religioso, tildándolo de poco menos que caramelo infantil. Por eso, lo que pretendo con este párrafo es, simplemente, evidenciar la coincidencia -los extremos se tocan- de que el humanismo “cristiano” y el humanismo “ateo” comparten un inmenso suelo común. La clave es el nombre; lo accesorio el adjetivo. Es absurdo empeñarse en que peleen entre sí cuando ambos descienden de una misma rama: la cultura judeo-cristiana. Este bello fragmento escrito por el pastor luterano Dietrich Bonhoeffer, un mártir de la resistencia cristiana a Hitler, podría sintetizar perfectamente el elemental mensaje de fondo de After Life:

“No hay nada que pueda reemplazar la ausencia de alguien querido por nosotros, y uno ni siquiera debería intentar hacerlo. Uno simplemente debe aguantar y soportarlo. Al principio eso suena muy duro, pero al mismo tiempo también supone un gran alivio. En la medida en que el vacío realmente no se llena, uno permanece conectado con la otra persona a través de él. Es incorrecto decir que Dios llena el vacío. Dios de ninguna manera lo llena, sino que lo deja precisamente más vacío y, por lo tanto, nos ayuda a preservar, incluso en el dolor, la relación auténtica. Además, cuanto más hermosos y llenos sean los recuerdos, más difícil será la separación. Pero la gratitud transforma el tormento de la memoria en alegría silenciosa. Uno lleva lo que era encantador en el pasado no como una espina sino como un regalo precioso en el fondo, un tesoro escondido del que siempre se puede estar seguro”.

After Life no es una serie sutil. No lo pretende. Al contrario: su chispa nace de administrar los estereotipos de la comedia (los personajes y las situaciones son abiertamente exageradas) a una situación trágica. Y los aplica de una forma ortopédica, pasadísima, como si por un lado discurriera una serie deprimente y odiosa protagonizada por Tony y, por otro todo lado, esta comedia bufa que pulula a su alrededor, donde hay bebés con bigotes nazis y cuajadas cocinadas con leche materna. Semejante contradicción dramática es la que aporta frescura. Una suerte de perplejo expresionismo emotivo, una cáscara de parodia -¿hay que enumerar lo bizarro de los reportajes locales o lo inaudito de las sesiones de psicoterapia?- dinamitada por un protagonista empeñado en cortarse las venas. Lo grotesco como excusa ante el suicidio. Inédito, sin duda.

Los momentos más entrañables de After Life son las conversaciones de cementerio con la viuda Anne. En una de las más reveladoras, Anne cita un proverbio griego y le añade una coda pastoral: “Una sociedad crece bien cuando las personas plantan árboles cuya sombra saben que nunca disfrutarán. Las buenas personas hacen cosas por otras personas. Eso es todo. Fin”. Una cuestión tan vieja  e irresoluble como el hombre -¿por qué el dolor?- se aborda en After Life a porta gayola, con una franqueza simplista. “Simplista” en sentido positivo: ahuyentando los esnobismos misántropos (qué divertida la cena con la viuda) y agotando las sesudas disquisiciones existencialistas (qué cansalmas es Tony en el trabajo).

Afterlife 2

El viaje moral de Tony constituye un re-aprendizaje, previsible en su luminosidad básica: la salvación son los otros y la vida es una batalla que merece la pena dar, precisamente porque existe la muerte. Los límites son lo que obligan a exprimirla. O, como diría Bonhoeffer, “la gratitud transforma el tormento de la memoria en alegría silenciosa”. ¿Qué hay, pues, después de la vida? Gratitud. Y que cada cual escoja el Valhalla desde donde disfrutarla.

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