Épica sucia, grandeza bastarda. El reverso del héroe, el lado oscuro de la majestad. Con sangre. Sin reglas. Oh, las cosas que hago por amor. Y por ambición, Jaimito, y por ambición.
“Cuando se juega al juego de tronos, solo se puede ganar o morir”.
Pasaba con Mad Men o The Wire: hasta el cuarto o quinto capítulo uno no sabía realmente quién era quién. Aquí, además, había que añadir el dónde. Hasta su séptima temporada Juego de tronos caminó al ralentí, pero tenía a su favor que una historia de este corte –fantasía épica– permitía diversas escaramuzas hasta llegar al punto crujiente.
¿Cómo escribir sobre una serie tan poderosas de la que ya está todo dicho… y escrito? Pues, así, a perdigonazos. Cosiendo retales. Por variar.
Es como mandar al garete la regla sagrada de la serialidad: Viserys, Robert Baratheon, Khal Drogo y, ay, Ned Stark. Como anunció Napoleón, “la victoria tiene cien padres y la derrota es huérfana”. Lo que traducido al valyrio vendría a ser que el triunfo es un sangriento hijo de la gran puta…
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