Cuando Michael Jordan se retiró por segunda vez, tras ganar su sexto anillo de la NBA, el diario Marca clavó una portada memorable. Aparecía el jugador sentado en el suelo, con su media sonrisa tras una alguna genialidad, bajo un titular melancólico: “Y ahora, ¿a qué jugamos?”. Porque con su adiós se clausuraba una época, la más dorada de la historia del baloncesto, la que comenzó con la épica rivalidad de los Lakers de Kareem y Magic contra los Celtics de Bird, Parish y McHale, hizo historia con el Dream Team de Barcelona’92 y tocó el cielo con el insultante dominio de Chicago durante los noventa. Sí, es cierto que Jordan regresó ya cuarentón a los Washington Wizards, pero hasta The Last Dance, el documental que nos ocupa, sabiamente olvida aquel vano intento por autosabotear su propia leyenda.
Jordan dio identidad a los Bulls. Y los Bulls fueron Jordan. Él era el planeta en torno al que giraban satélites de tanto tonelaje como Scottie Pippen o Dennis Rodman. Y esa “galaxia Jordan” es la que narra con precisión el entretenido The Last Dance, un documental de diez episodios que ha emitido Netflix en coordinación con ESPN, la cadena de deportes estadounidense. Fue uno de los productos televisivos más populares durante el confinamiento.
Resulta lógico su éxito, puesto que al picor de la nostalgia había que sumarle un concienzudo trabajo de archivo, unas entrevistas sabrosas a los protagonistas que permiten recalibrar el pasado desde el hoy, y un hasta ahora inédito metraje de la última temporada de aquellos grandiosos toros de la ciudad del lago Michigan. Lo extraño es que lo rodado no hubiera visto la luz antes. The Last Dance puentea asuntos ligeramente controvertidos (¿dónde está Craig Hodges, aquel memorable triplista purgado por sus críticas políticas? ¿Qué fue del Jordan post-98?), puesto que en general es un relato de parte, celebratorio, un monumento al genio atlético. Aún así, sí emergen varias de las polémicas del hombre que seguía en el aire cuando todos habían descendido (desde su gusto por las apuestas y los casinos hasta su odio a los Pistons), pero jamás se traspasa la línea de lo permisible. La figura de Jordan adquiere algunas sombras, mas acaba resplandeciendo.
Porque narrativa y dramáticamente, The Last Dance es un documental tradicional. Ahora que joyas del true crime han alcanzado popularidad (Tiger King, Making a Murderer, The Jinx) y obras históricas han alcanzado nuevas audiencias (The Vietnam Var, Leaving Neverland), centrar diez horas en recontar la vida y milagros de uno de los mejores deportistas de la historia parecía una apuesta segura. Showtime a borbotones: canastas imposibles, remontadas épicas, play-offs míticos, anotaciones de escándalo…
En todo caso, lo que más llama la atención en The Last Dance es el gigantesco cambio social y cultural que se percibe. Y no solo por los kilométricos habanos que se fuma una y otra vez ese portento de la naturaleza que fue MJ, sino por dos cuestiones que los años han virado radicalmente: la moralidad de la competitividad extrema y el activismo en el deporte.
Por un lado, se ha criticado cómo Jordan trataba a sus compañeros de equipo, empujándolos al límite física y verbalmente. Bullying deportivo, han llegado a clamar. Pero es que Jordan vivía de forma enfermiza para la victoria y su misión era conducir a Chicago a los anales de la historia, objetivo que alcanzó de sobra. La empatía, la emotividad y el buenismo solo entraban en la pista de entrenamiento si servían para multiplicar en la senda del éxito. Quien no aguantara la presión, que se marchara a una ONG. Él exigía el cien por cien porque siempre se dejaba hasta la última gota de energía en la pista. A posteriori resulta fácil criticar a Jordan por sus modos, en lugar de medirlo por sus logros. Lo indudable es que todos quienes jugaron con él se aprovecharon de una excelencia colectiva como jamás habrían soñado. Con él se hicieron mejores jugadores de baloncesto y personas más ricas y populares. Aceptaron el coste que el exigente Jordan les imponía… porque los beneficios compensaban con creces.
El segundo aspecto que llama la atención de The Last Dance –más aún en estos tiempos de agitación identitaria por el Black Lives Matter– atañe al moralismo obligatorio que cada vez más se le demanda a la estrella deportiva. A Jordan se le medía por lo que hacía en la pista, que era estratosférico. Su famoso “los republicanos también compran zapatillas” se ha catalogado retroactivamente como una traición, cuando no era más que el pragmatismo de un tipo que vivía por y para el beneficio deportivo. Nunca quiso ser Alí. Los que le reclaman gestos políticos olvidan que Jordan logró que todos los niños del mundo –sin importar raza, sexo o credo– quisieran ser como él. Con su trabajo bien hecho logró más visibilidad y “normalización” racial que cualquier otro negro del siglo XX. Nadie allá por los noventa se ponía a medir cuotas (¿cuántos judíos hay en la NBA?), sino que se confiaba en la meritocracia y se admiraba al que sobresalía. Jordan era básicamente eso: un ejemplo de cómo el talento y el esfuerzo hablan con mucha más elocuencia que cualquier ideología. Porque Jordan jamás quiso ser una víctima, sino el soberano de sus circunstancias. El dios de sus triunfos.
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