Una pistola y una carta. Esos son los objetos sobre los que gravita este episodio. El director Félix Viscarret logra un extraordinario momento justo hacia la mitad del metraje. La disposición espacial es la clave: Joxian llega a casa con el sobre que Bittori le ha entregado; Miren lo rompe y lo tira a la basura. La cámara, sin embargo, opta por la elegancia intencional: nos muestra a Arantxa sentada, en primer plano, y la profundidad de campo nos permite compaginar la acción de los padres con la reacción de la hija. Es una forma sutil de emplear la puesta en escena para fusionar tres emociones básicas, primarias, tan presentes en el trasfondo trágico de Patria: el odio, el miedo y el valor. De las tres, el coraje juega en franca desventaja — la parálisis física de Arantxa — , pero es una emoción que la serie reivindica al resaltarla ahí en primer plano. Ella no mira para otro lado. Al contrario.
La pistola y la carta se entrecruzan a lo largo del capítulo con esas tres emociones. Por la parte del pim-pam-pum, presente desde el título, está ese adiestramiento clandestino — vegetal y nublado — donde los gudaris calibran su odio a ritmo de beretta. Pero también asoma la previsible pistola en el bolsillo de Joxe Mari y el miedo cuando se encuentra con el Txato en la puerta de su garaje. Los planos cortos de Joxian, encapuchado bajo la tormenta, exhiben los últimos vestigios de moralidad antes de cruzar la línea invisible. Por último, el arma también puede asociarse al valor: el Txato disparando al aire tras el sabotaje a su empresa. No le sirve como elemento de defensa y, como es lógico, por desgracia gana la partida el odio, “la cólera de los débiles”, como lo definió Daudet.
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