Lo último que vemos en Patria es una imagen borrosa.
Se escucha la alegría del juego en unos niños. La plaza anda repleta. Fin del silencio de plomo. La nueva primavera es alegre, aunque no será soleada, ¿cómo puede serlo si ha venido regada con tantísima sangre? Es una sutil decisión de puesta en escena que aúna la esperanza por el futuro sin olvidar el padecimiento que ETA ha causado. Porque esa última imagen de la serie se desenfoca por melancolía. Viene a decirnos que la mirada sobre el pasado no siempre será nítida; en efecto, siempre habrá — ya los hay — quienes ansíen que todo se difumine en una porosa culpa colectiva que permita el borrón y cuenta nueva. Pero no. Como Patria ha narrado durante ocho episodios, en Euskadi (y en Navarra y en toda España) ha habido víctimas y verdugos. ¡Si aún hoy estos últimos son recibidos como héroes! Y, a pesar de los inauditos resbalones del relato, la serie siempre ha tenido clara la ecuación moral básica.
Quizá haya entonces que releer a Primo Levi en esta cita que podría sobrevolar los ocho capítulos: “El opresor sigue siéndolo, y lo mismo ocurre con la víctima: no son intercambiables, el primero debe ser castigado y execrado (pero, si es posible, debe ser también comprendido); la segunda debe ser compadecida y ayudada; pero ambos, ante la impudicia del hecho que ha sido cometido irrevocablemente, necesitan un refugio y una defensa, y van, instintivamente, en su busca. No todos, pero sí la mayoría; casi siempre durante toda la vida”.
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