Cobra Kai no es Shakespeare. Ni pretende serlo. Pero es una serie que tiene muy claras sus aspiraciones: entretenimiento adolescente, nostalgia ochentera y un juego textual en el que los espejos andan invertidos. De ahí su imponente éxito, capaz de barrer espectadores desde los cuarentones que entonces echaron los dientes escuchando las enseñanzas del profesor Miyagi hasta chavales que ahora se flipan con las torsiones del kárate y su mística.
Aunque se haya convertido en un fenómeno gracias a Netflix, Cobra Kai fue estrenada por Youtube Premium, un intento fallido de producir series propias para competir en la batalla del streaming. La cadena de vídeos de Google sabía del potencial —pero también de los riesgos— de rescatar, treinta años después, a los personajes de una película icónica. Le permitía insertar a la audiencia en un entorno bien conocido, cebo en teoría ideal para un usuario evanescente, siempre a un clic de huir. Al mismo tiempo, la novedad radicaba en haberle dado la vuelta al esquema de Karate Kid. El tiempo ha sido benévolo para el victorioso Daniel Larusso. Ahora es un empresario de éxito, con familia profident y casoplón en la zona rica de California. ¡Un triunfador con raigambre nipona! Por contra, para el matón de Johnny Lawrence, aquel guapete rubio y cruel, la vida ha resultado un desastre desde que perdiera el campeonato por culpa de una patada que califica de ilegal. Amargado, divorciado, habitando un antro desastroso, gasta su existencia gris bebiendo cervezas baratas y saltando de un trabajo temporal a otro. Una caricatura de lo que fue… que ahora encuentra una segunda oportunidad.
Cobra Kai revive así, tras más de treinta años, la rivalidad entre Larusso y Lawrence partiendo de una simpática subversión. Pero la complica aún más insertando un nuevo grupo de adolescentes que tienen que lidiar con las mismas espinillas de siempre: cómo enfrentarse al bullying, los primeros amores, el cobijo del grupo o los desencuentros familiares y generacionales.
En esta nueva dinámica es donde Cobra Kai se permite sus momentos más inspirados, en especial en la primera temporada, la más redonda. Porque resulta divertido —y refrescante en estos tiempos de corrección política— constatar la sorpresa del adulto Lawrence ante la fragilidad de los nuevos estudiantes o el pleito inacabado entre los protagonistas, aún adolescentes a sus cincuenta y tantos tacos. Ahí la serie sabe, además, exprimir con brillantez la memoria del Karate Kid original, amasando una curiosa mezcla de nostalgia visual (desde los disfraces de calavera hasta el viaje a Okinawa) con una constante relectura irónica. En esto último radica el encanto que cautiva también a los espectadores talluditos: ver “grullas” vacilonas, trucos sanadores de Miyagi fuera de contexto o un “dar cera, pulir cera” convertido en meme desata una complicidad picante, gustosa.
Esa distancia autoconsciente hace que la parte baja del elenco —adolescentes malentendiendo la necesidad de defenderte cuando abusan físicamente de ti— no resulte tan latosa. Es la típica trama que hará las delicias de los espectadores de entre 10 y 15 años con ganas de marcha, pero no deja de ser el ángulo ciego de Cobra Kai.
Porque lo que convierte este relato en adictivo es su mirada amable al pasado, un ayer que reaparece una y otra vez mediante imágenes recuperadas e incesantes alusiones narrativas directas. La idea de fondo es evidente: puede que la cáscara cambie, pero la pasta de la que estamos hechos siempre será la misma. Habrá rabia y estupidez adolescente, pero también idealismo y superación. Rondarán abusones ante los que será necesario emplear la violencia para defenderse, pero también habrá puñetazos crueles e innecesarios. Asomarán padres injustos y madres alocadas, padres comprensivos y madres coraje. Emergerán amores perdidos y corazones ganados. Habrá error y habrá redención. Porque entre risas, melodrama, entrenamientos y peleas, Cobra Kai rememora la enseñanza básica del señor Miyagi en su gramática macarrónica: “Primero aprender sostener, luego aprender volar. Regla naturaleza, Daniel-San, no mía”.
Vamos, lo que toda la vida de Dios ha sido aprender, madurar y aceptar las propias limitaciones. Caer y levantarse. Errar y redimirse. Conflictos tan viejos –y tan actuales– como el mundo.
Flames
Jo que bien explicas lo que quería comentar sobre la serie. Me animé a verla tras tus últimos comentarios sobre ella. He visto la primera y segunda temporada. La primera me pareció redonda. Como siempre, poco puedo decir que no expliques tú también.
“Una caricatura de lo que fue…” en realidad es nuestra propia caricatura. La serie no sólo nos muestra las imágenes del pasado para contextualizar lo que está sucediendo en el presente, es que juega con nosotros, con lo que fuimos y con lo que pensábamos que era la vida. Me gustaría destacar dos momentos:
.- Aquel en el que suena REO SPEEDWAGON BAND en la música del coche, y en el que los dos karatekas se ponen a moverse al ritmo de la música. Esa música era lo que sonaba en EEUU en aquella época, era la música de la gente de esa edad…. y además juega con lo de que era música de chicas…. pero que les gusta. Esa música es un “chute” al pasado.
.- El momento en el que el inspector de sanidad le pide permiso de apertura del local. Eso que hemos ido descubriendo con la edad que es necesario para abrir un negocio. Eso es un “chute” de madurez. Algo que un adolescente no puede llegara imaginar que existe…. y menos en los años 80´. Genial.
Por último señalar que, en el fondo, la película antigua ya manejaba un código “peligroso” y es que Larusso solucionaba sus problemas a base de mamporros. Mucha meditación….. pero al final eran mamporrros. Esta serie es mucho más inteligente, y no es tan simple. Aunque creo que la segunda y tercera temporada echa al traste lo inteligente de su propuesta inicial.